viernes, 28 de diciembre de 2012

La marca del territorio

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Me saltó a los ojos una frase escrita en el muro de Facebook desde Egipto: "here you can 'piss' in public, but never 'kiss' in public". A la frase siguieron distintos comentarios dándole la razón y diversos "me gusta" se fueron acumulando conforme pasaba el tiempo. Algunos señalaban la contradicción que veían en ello. Creo que no hay tal contradicción. Orinar a la vista en un lugar público es un acto de imposición, de abuso, dominio, de apropiación de la calle —como los perros marcan el territorio propio— y es exclusivamente masculino. Por el contrario, el beso implica escapar de ese dominio. 
Orinar en público es dictatorial; es una violación de los otros, una muestra de poder, desprecio e indiferencia exhibicionista. El beso implica, por el contrario, un relación solidaria, entre dos. Es cierto que puede haber besos abusivos. exhibicionistas y provocadores, pero no son de los que estamos hablando. Nos interesan solo los que son muestra del afecto de dos personas.
La pregunta del muro no va desencaminada. Suele haber cierta correspondencia, en efecto: allí donde algunos imponen su orina, también suelen ver los besos como un peligro para su dominio sobre el territorio. El beso es algo que escapa a su control y no les resulta tolerable.

Yúsuf Idrís (1927-1991)
Dio la casualidad —es verdad y no una licencia poética— que acaba de terminar apenas unas horas antes, uno de los relatos del gran escritor egipcio Yúsuf Idrís —fallecido en 1991— que algo tiene que ver con esto. El cuento se titula "Un trayecto" y describe un breve recorrido en un autobús cairota. La situación que Idrís describe es algo cotidiano y es casi una pequeña observación tomada de la realidad más que una historia; se limita, como es función del arte, a enmarcarnos una pequeña parcela de lo que tenemos frente a los ojos cada día para que saquemos consecuencias.
Comienza Idrís con la rápida descripción de la subida al autobús de un "joven de hoy en día": su jersey anudado, sus apuntes de clase, una cadena... En la parada siguiente sube una muchacha, "una de esas chicas de hoy en día", con pelo recogido en una cola de caballo. Idrís nos dice: "Llevaba de la mano a un emisario de la familia, su hermano pequeño, mandado para proteger al grácil cordero de la manada de los lobos" (7). Los "lobos" no son otros que los "hombres mayores" que abarrotan el autobús, que no pierden de vista a la muchacha al subir. Idrís contrasta la seriedad de los viajeros con las sonrisas con la que ambos jóvenes se han incorporado.

La muchacha subió igualmente sonriente, y los hombres mayores enchaquetados clavaron la vista en ella, echando malintencionadas miradas, aunque se calmaron cuando descubrieron que debía de ser de la edad de sus hijas o, incluso, menor; que no servía para la cama y que ni tan siquiera «sería conveniente» que se le viera con algunos de ellos en la calle. Por tanto rápidamente apartaron la vista de ella y de su sonrisa. (8)

El narrador, que es un viajero más, se encuentra sentado junto a uno de esos "hombres mayores" que abarrotan el autobús, uno de esos inspectores visuales —vamos a llamarlos así— del entorno, personas convertidas en jueces permanentes —investidas de alguna poderosa autoridad divina— que determinan la corrección o no de lo que tienen delante: "—¿Y ésta? ¿Qué le llevará a subirse con el gentío que hay? ¿Qué falta de educación?" (8) Para estas personas, como para las que orinan, el "territorio" es siempre suyo y los demás son invasores. La primera parte del relato nos muestra cómo el viajero se considera con derecho a invadir la privacidad del narrador metiendo sus narices en el periódico, que tendrá que dejarle.


El movimiento del autobús ha hecho que los jóvenes se aproximen y pronto se convierten en el motivo de interés. Un frenazo hace que se inicie el contacto y la sonrisa de disculpa. El narrador contempla cómo los dos jóvenes son conscientes de la proximidad el uno del otro y cómo se sienten atraídos. El narrador trata de adivinar cómo se iniciara el contacto inocente entre ellos, el de dos jóvenes adolescentes en mitad en aquella manada de lobos. Eso le hace recordar su tiempo de la Facultad:

Que un joven mire a una muchacha es algo fácil y que le sonría, más aún. Pero hablar con ella... Ahí es donde radica el problema, ese problema que preocupó a toda nuestra generación cuando estudiábamos en la Facultad y recién licenciados. No encontrábamos entre nosotros a un joven que no tuviera un problema de este tipo. (11)

Idrís nos muestra tres generaciones. La de los dos jóvenes, la suya —intermedia— y la de los lobos del autobús. Su generación fue la que se rebeló contra la monarquía de Faruk y la dominación inglesa, la que dio lugar a la revolución, de la que pronto se desengañó. Distanciado de los jóvenes ya por la edad, su mundo está mentalmente distante del de "los lobos" con los que viaja en  aquel autobús.
Señala el narrador:

Cada sexo deseaba al otro, reparaba en él y lo miraba a hurtadillas, sin que mediara entre ambos distancia alguna. Y sin embargo, existía un muro de cristal grueso que nadie sabía quién lo había levantado y que nadie se atrevía a responder. (12)

El narrador recuerda el problema de su generación: "¿Cómo hablo con ella?". No es un problema baladí. "El chico estaba ante el mismo problema al que nosotros no supimos dar solución" (13), reflexiona. Sin embargo el joven inicia un acto insólito: habla con ella. "—La he visto en la Universidad... En Letras, ¿no?" (16). La primera reacción de la joven es de enojo porque le hablen. El narrador señala "en nuestros tiempos algo así suponía un golpe mortal" (17). Él se hubiera retirado abrumado, frustrado. Sin embargo no ocurre así con el joven que insiste hasta que se establece entre ellos un diálogo fluido de adolescentes y sin demasiados problemas.
El narrador y el otro viajero han observado todo como si se tratara de una película o una obra de teatro representada ante ellos. "Me dio la impresión de que, de no ser por la gente que había, le hubiera dado un beso" (20). El otro viajero ha contemplado la misma escena con morbosa satisfacción, no perdiéndose un momento, como si hubiera asistido a un espectáculo en un obsceno cabaret.
La joven baja primero y el muchacho en la siguiente parada. Ha sido la posible antesala de una amistad o, si de algo más, no asistiremos a ello. Dos jóvenes que han hecho aquello que hacía sufrir tanto a la generación del narrador, vencer la timidez y poder hablar.


Nos quedamos en aquel autobús, con la manada de lobos. La reacción del compañero de viaje del narrador no se hace esperar:

[...] no tardó en levantar la voz y ponerse a dar palmadas y a mirar al resto de los pasajeros como pidiéndoles su atención para que fueran testigos de sus palabras, pronunciadas con verdadero enojo:
            —¡Pero qué disparate y qué falta de educación! Este país se ha echado completamente a perder. Ya la gente no tiene orden ni concierto. ¡Vamos! En cada autobús debían poner un agente de policía encargado de velar por las buenas costumbres. A esa gente hay que combatirla como a los rateros. ¡Pero qué farsa es ésta! Lo he visto con mis propios ojos intentando meterle mano. ¿No ha sido así, señor? Si no llegamos a estar aquí, le mete mano, y ella se queda tan pancha. Eso... eso es un delito. No existe inmoralidad mayor. Con mis propios oídos le he escuchado dándole su número de teléfono. Sí, con mis propios oídos. ¿Es verdad o no, caballero? ¿Es verdad o no? Y todo ha pasado en un solo trayecto. ¡Tenía que llegar el fin del mundo! ¡Por Dios! Puede que realmente ya haya llegado. ¡Tiene que haber llegado! (22)

El viajero había marcado su territorio y pedía ayuda a la manada; pedía más autoridad y menos transigencia con el escándalo de que dos adolescentes se hubieran hablado y quedado en verse en otro momento. ¡El fin del mundo! Sí, de su mundo, al menos; de un mundo bajo control de esa policía que exige que vele por las "buenas costumbres", en cada autobús, en cada esquina, en cada página de periódico o programa televisivo.
La sociedad es ese sistema foucaultiano compuesto por regulaciones y prohibiciones, por instituciones y autoridades que definen en cada momento qué está bien o qué está mal. En el muro de Facebook se preguntaban por qué puedes "orinar en público", pero "nunca besar en público". La respuesta está en ese autobús, en las reglas que la manada de lobos impone al resto. Decía Yúsuf Idrís al comienzo del relato al referirse a los pasajeros: "[...] eran copias de diverso cuño de mi querido vecino de asiento" (10).


Los que hoy se preguntan hacia dónde camina Egipto tienen miedo de que la petición del viajero juez se haga realidad y que la denuncias contra periódicos, televisiones, artistas o simples personas por ofender las "buenas costumbres" o al islam no sean más que la excusa para volver a frustrar el desarrollo de una generación de jóvenes que hicieron la Revolución para, entre otras muchas cosas, poder hablar entre ellos sin que se les considere criminales. Basta con echar un vistazo al parlamento para comprobar dónde quedaron los jóvenes que se lanzaron a la Revolución. También se bajaron de ese autobús.

Vienen a mi memoria los infames exámenes médicos a los que los militares sometieron a las muchachas que pasaban las noches protestando en la Plaza de Tahrir para comprobar su virginidad. Esos mismos militares a los que hoy, la recién aprobada Constitución egipcia —con el treinta por ciento de participación y el sesenta y tres por ciento de síes—, considera en su Preámbulo que apoyaron la Revolución de los jóvenes. No pintaban nada allí, como tampoco pintaban nada en el autobús de Idrís —¡qué osadía!—; su sola presencia molestaba a algunos.
Los orines de los lobos marcan el nuevo territorio, un territorio en el que hablar irá contra las buenas costumbres y besar en público será un delito imperdonable. 
Creo que la nueva generación de egipcios no será tan fácil de controlar. A Hosni Mubarak le costó aprenderlo, pero lo tuvo que aprender. Lo que la generación de Idrís no consiguió con su revolución, puede que ellos lo consigan con la suya. Pero tendrán que enfrentarse a la manada para reivindicar su derecho sobre el territorio. Los viejos lobos no lo abandonarán fácilmente.


* Yúsuf Idrís (2003): Una cuestión de honor. Ediciones del Oriente y del Mediterráneo. Madrid.



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