sábado, 8 de septiembre de 2012

¡Secuéstrenme! (¿relato?)

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Tengo pesadillas.
Cientos de ancianas me persiguen armadas con paletas cargadas de colores. Gritan "¡restauradlo!". Yo trato de escapar por interminables corredores laberínticos en cuyas paredes se encuentran colgadas grandes obras de la Historia del Arte  —retratos pintados por Leonardo, Velázquez, Goya, Tiziano...— que han sido "restauradas" por ellas. Se ríen estridentemente y gritan "no me han dejado terminarlo" mientras las meten en las ambulancias. Una de ellas logra atraparme y me clava un pincel en el corazón. Cierro los ojos y pienso que por fin tendré un descanso eterno en un ataúd de pino con dvd. Pero, ¡ingenuo de mí!, me equivoco.


Despierto en el salón de plenos del ayuntamiento donde los concejales con sus teléfonos móviles, se envían sin cesar unos a otros vídeos domésticos de celebraciones familiares y viajes a Palma de Mallorca. No sé porqué todos han ido a Palma, pero lo han hecho y han vuelto cargados de ensaimadas. Presionan frenéticamente las teclas de sus teléfonos para que yo reciba sus vídeos. ¡Grito enloquecido! Se acercan y me rodean chillando "¡las dietas, las dietas, las dietas!", cada vez más fuerte. Como si fueran una banda de zombis, avanzan hacia mí con las manos extendidas. En una esquina, el secretario del ayuntamiento, que tiene una banda de luto en su brazo derecho, deshoja una margarita enorme mientras repite mecánicamente "¡hay quórum! ¡no hay quórum!; ¡hay quórum! ¡no hay quórum!". Intento correr hacia la salida, pero...


Hay un balón enorme. Siento que floto y no logro avanzar; la densidad del aire, más parecida a la del aceite, me lo impide. Un portero espera a que yo chute para lanzarse a por la pelota. Le suben enredaderas por los tobillos. Nuestra espera es eterna y nuestro encuentro imposible, como Aquiles y la tortuga. Miro de reojo la pantalla gigante del estadio olímpico y descubro que estoy intentando lanzar un penalti, el número 666 de la tanda 999, tratando de deshacer un empate que comenzó hace dos glaciaciones y no concluirá nunca. Puedo sentir la respiración contenida, congelada, de millones de personas esperando a que yo llegue a la pelota. Pero no lo hago; no llegaré nunca al balón.
Mi mano está levantada, apuntando hacia el cielo. Intento inútilmente que el hombre que habla se fije en mi mano. Pero él habla y habla. En mi cerebro se acumulan miles de preguntas o la misma pregunta miles de veces. Cuando me mira, mi mente se queda en blanco y la pregunta no sale por mi boca. Y sigue hablando. Mi brazo levantado me duele horriblemente; se ha dormido y solo siento un hormigueo. No puedo bajarlo porque si lo hago el hombre no se fijará en mí y eso no puede suceder. No. Una mano se apoya en mi hombro y giro la cabeza.

Romney y Ryan están situados al otro lado de la frontera de Río Grande. Han cortado la verja metálica y me hacen señas para que cruce al otro lado. Romney tiene el Libro de Mormón dedicado en una mano y Ryan un báculo con una concha de peregrino. "¡Vótanos y salva tu alma!", me gritan mientras insisten con sus gestos en que cruce el río. Una luz les rodea como un aura. Les digo que no puedo votarles, que no tengo papeles. Ellos dicen que no importa. Descubro horrorizado que todos mis antepasados están al otro lado de la valla, tras ellos. Están esposados y miran al suelo con vergüenza. Una gran angustia se apodera de mí. Me cuesta decidirme. No puedo dejar de mirar el hueco. Me sonríen. Dudo.
Un conejo blanco se cuela por el agujero. Romney y Ryan le siguen corriendo sin conseguir alcanzarle. Puedo ver la luz de sus cabezas alejándose hacia el horizonte como si fueran dos luciérnagas danzando en la noche. Alicia Esteve, la falsa víctima del 11 de septiembre, está a mi lado, emocionada, viendo descender la bandera del mástil, y me dice "¡Ellos salvarán América!". Levanto de nuevo la mano, pero ya no me ven.  ¡Perdí mi oportunidad!


Soy la estatua de la libertad. El sastre me impide bajar la mano. No ha terminado de tomar las medidas. "¿Cómo pagará los trajes, señor?", me dice guiñándome un ojo. Quizá es un tic, no lo sé. La cinta de medir rueda por mi costado desenrollándose hasta llegar al suelo. Es sastre se descuelga por ella. Soy un ninot fallero que han plantado en mitad de un bosque. Mi falla está rodeada por miles de personas que encienden cigarros para arrojarlos inmediatamente después sobre los arbustos. Pronto, todo el monte arde menos yo. Bailan a mi alrededor como en un aquelarre.
"¿No han venido hoy los niños?", pregunta la abuela entre las llamas. "No, madre, no; ya se lo he dicho, ¡están con el alemán!". Y es cierto; desde mi altura puedo contemplar la ventana abierta de la distante escuela del pueblo y me llegan los ecos de la clase de idiomas: "Ich liebe meinen Job", repiten con voces angelicales. Un carromato les espera a la salida del colegio para llevarlos al Norte. "¡Ho, ho, ho", dice el conductor. "Tengo algo muy bueno para vosotros". ¡Cuidado, no lleva barba!, les digo sin que me puedan oír ya.

"¡Se ha olvidado su diccionario!" —grita una madre mientras el carro se aleja— "¡No puedo estar pendiente de todo! No sé para qué se ha tenido que ir; ¡estaba mejor aquí, en el casino!", solloza. "¡Tranquila, mujer"!, la consuela el padre. "¡El alemán le vendrá bien allí o aquí!. ¡Si me hubiera hecho caso y se hubiera metido en política!".

"Política" es la palabra que me saca del trance. La sesión de hipnosis concluye. Estoy sudando y el doctor me mira con preocupación. No avanzamos mucho.
No sé si servirá de algo recordar mis pesadillas, pero no mejoro con el tratamiento. Quiero que me secuestren y me incomuniquen; que me prohíban ver la tele y que no dejen periódicos en mis manos más que para hacerme la foto demostrativa de que sigo vivo, si es que le importa a alguien.
¡Todo el mundo pensando en rescates y yo en que me secuestren!








1 comentario:

  1. Es buenísimo....un relato surrealista que ya quisiera haber escrito Artaud

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