jueves, 21 de junio de 2012

El mal sueño del dictador

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Las noticias sobre la muerte clínica, la situación irreversible, del ex presidente Mubarak saltaron a las pantallas de todas las cadenas de mundo. Son todavía confusas y contradictorias, pero han añadido un elemento más de dramatismo a la situación de Egipto, por si no hubiera ya bastantes problemas sobre la mesa. Egipto no se priva de nada en esta travesía sin rumbo que se ha ido distorsionando y renegando de sí misma sin saber muy bien cómo. Egipto se encuentra en un coma similar al de su dictador, con el que apenas hay diferencias: con sus constantes vitales bajo mínimos, a la espera de un desenlace que puede tardar en producirse pero llegará, lleno de rumores. Mubarak arrastra a su pueblo con el peso de treinta años de dictadura.
Muchos egipcios que se levantaron contra la dictadura aburrida y despectiva de Mubarak se han encontrado, año y medio después, metiendo en la urna el voto para su último primer ministro, Ahmed Shafiq. ¿Cómo se ha llegado a esto? Por la lógica aplastante que dice que si los que dirigen un proceso político no creen en él, nunca llegará a buen puerto.


Cuando el pueblo egipcio se levantó el 25 de enero contra la situación a la que se había llegado por la desidia del régimen, con Mubarak en el poder, tenían muy claro que querían que el presidente, tras treinta años, se fuera. Ese era el sentimiento principal. El segundo era que no dejara un sucesor, de la familia o del ejército. Era reconocerle lo que se le negaba, la capacidad de seguir controlando el destino del país. Toda la polémica social anteriormente era quién se presentaría, si Mubarak o Gamal, su hijo. El presidente jugaba con blancas, en sus manos estaban las decisiones y los demás aguantarían, aunque protestando. Mubarak era el centro como presente o como ausente. Llevaba treinta años de gobierno; una pirámide más.

Con la llegada de la revolución, se produjo una tensa negociación. Mubarak, ante el impulso de lo que llegaba desde las calles, intentó regatear para seguir con algunos cambios. El pueblo se negó. Intentó colocar a otros y el pueblo también se negó. Finalmente, ante la perspectiva de una masacre, viendo que la gente no se iría, la institución militar que realmente controlaba Egipto y de la que Mubarak no era más que la cabeza visible, decidió cambiarle para evitar males mayores y seguir controlando el país. La gente se puso muy contenta porque el dictador se había ido y salió a la calle y besó y abrazó a los soldados y oficiales del glorioso ejército, el sostén de la dictadura y de la represión.
El Ejército tuvo en sus manos que la revolución siguiera delante y que Egipto pudiera despegarse de la dictadura, pero jamás tuvo ni ha tenido la intención de dejar los destinos del país en manos del pueblo. Sesenta son muchos años para perder el tejido de intereses creados, los negocios que han surgido a la sombra de la corrupción. 


La personalización absoluta que los egipcios habían hecho de la dictadura en la figura de Mubarak, sin considerar que comenzó con el mitificado Nasser y continúo con Sadat hasta llegar, tras el asesinato de este, a manos de Hosni Mubarak, era un lastre psicológico que los egipcios pagarán con creces. Pensar que la dictadura comenzó con la Ley de Emergencia, puesta en marcha tras el asesinato de Sadat, es una ingenuidad y se paga caro. La Ley, que acaba de ser derogada y sustituida por otra de distinto nombre pero con las mismas funciones, no era más que la herramienta jurídica para el control de la sociedad sin ningún tipo de tapujos. Era la forma siniestra de silenciar las voces al amparo de la ley, aplicada por unos jueces civiles y militares que siguen en sus puestos. Muchos egipcios no pensaban en términos de dictadura, sino de dictador. Personalizando en Mubarak, salvaban el resto. Creían en las instituciones. Hoy están recibiendo un rápido aprendizaje del funcionamiento de muchas de ellas y de quién las controla.

Año y medio después, los militares, cuyo trabajo y forma de pensar es desde la estrategia, desarrollaron todas sus artes para llegar hasta este escenario contrario al que se reclamaba en las calles cuando se alzó la revolución. La revolución, que pretendía sacar a Egipto de su dilema —establecido para justificar la dictadura— Ejército o Islamismo, se encuentra con que ese es precisamente el escenario en el que se halla hoy. Aquello que querían superar es lo que tienen enfrente.
Paso a paso, los militares han conseguido llevar a pueblo egipcio al escenario de la confrontación del origen justificador de la represión. Se quejan muchos egipcios de que el Ejército y los medios que les apoyan han satanizado a los islamistas, pero las actuaciones del parlamento y de muchas de las personas tampoco han contribuido a mejorar mucho su imagen. Las tensiones internas con los jóvenes desde el principio, las propias disidencias, las contradicciones sobre su ausencia de interés por acceder a la presidencia, etc., no han ayudado nada a mostrar una buena cara del movimiento islamista. Han sido fácilmente manipuladas y amplificadas las noticias que ellos mismos generaban, como la ausencia casi absoluta de mujeres en el parlamento, los deseos de control de los medios de comunicación, de control de las costumbres, planteamiento de limitaciones turísticas, etc. Daba igual que muchas no surgieran de voces autorizadas; eso era secundario. No se puede jugar a todo.


Nada de esto ha sido desmentido. Y es que la Hermandad Musulmana nunca fue un partido político, entre otras cosas porque despreciaba los partidos políticos. Su pensamiento iba precisamente en una dirección contraria, la del control social, la de la identificación del buen ciudadano con el buen musulmán, definiendo ellos, claro, quién era un buen musulmán y quién no. Por eso su compromiso inicial con la revolución fue prácticamente inexistente, ya que la veían como algo laico y que podría erosionar su influencia tejida durante décadas gracias a la miseria creada por el abandono social del régimen de Mubarak. Sus meritorias labores caritativas, asistenciales, tratando de cubrir las carencias sociales del régimen les permitieron la influencia social que hoy tienen. La red paralela de relaciones comerciales y empresariales tampoco es algo que deba ser ignorado. Caridad y negocios no es mala combinación si se sabe aprovechar bien. 


La oportunidad de oro que tuvo la Hermandad era la de haber demostrado su compromiso con el resto de las fuerzas política egipcias. Sin embargo, esto no es más que una forma de hablar porque no hay casi nada digno de ser llamado de esta forma. No ha habido tiempo para desarrollar una conciencia política. No ha interesado ni a los militares ni a los islamistas. Ese era precisamente el peligro que unos y otros temían. Los militares temían que el miedo al islamismo —usado por Mubarak y demás dictadores— se diluyera mediante su moderación, modernización y relación comprometida con otros grupos salidos de la revolución o con alguna tradición anterior. Los islamistas, por su parte, temían que un proceso largo hiciera perder la influencia con la que contaban al ser la única fuerza social y política real existente durante la dictadura. Eso hizo que sus estrategias fueran coincidentes en muchos momentos en un intento de tomar ventaja en la salida. Los resultados apabullantes de los islamistas —el 70%— en el parlamento parecían confirmar lo acertado de la estrategia. Pero era una ilusión porque la SCAF no ha tenido pudor alguno en cambiar cada norma del juego cuando le ha interesado. Le vino muy bien que ganaran tan claramente, sembrando el miedo del resto ante la prepotencia mostrada, por ejemplo, en la negociación de la constitución.

La gran ventaja de la SCAF es que no ha tenido problemas en recurrir a todo tipo de jugadas, visible e invisibles, para lograr sus objetivos de control del escenario político, Ha sabido administrar —para muchos crear— el desorden hasta llegar al caos para que muchos votantes hayan tenido, con todo el dolor de su corazón, que votar a los mismos que mataron a sus mártires, que organizaron la vergonzosa batalla del camello, o pateaban con saña a sus mujeres en mitad de la calle. Ese es el orden que se ven forzados a elegir ante una alternativa que consideran, lo sea o no, peor.
El gran error de la Hermandad Musulmana, y con ella del resto de los políticos, es que han sido incapaces de comprender que estaban condenados a entenderse si querían librarse de los manejos de los militares, que debían tener una voz común hasta que se silenciara el sonido de los cuarteles.
Las últimas incidencias —la noticia sobre el estado de salud de Hosni Mubarak incluida— son igualmente preocupantes por descaradas. El recorte de funciones presidenciales dejando claro que, gane quien gane, serán ellos los que tengan el control ha sido un golpe definitivo. La disolución del parlamento egipcio a manos de los jueces del sistema, es una demostración de fuerza antes del gran finale, que han retrasado en la mejor tradición de retener los resultados de las elecciones para que quien que salga de allí lo haga con todas las instituciones controladas por los militares.

La revolución deberá empezar de nuevo porque ha sido la gran víctima de los dos viejos enemigos. No puede haber un sistema democrático sin que exista un mínimo de voluntad política entre los participantes. El ejército introdujo, en el último momento, su candidato, al que había mantenido al margen, como un tapado para asegurarse que  serían los demás los que se despedazarían en las luchas previas. Luego, cuando han querido darse cuenta y ponerse de acuerdo, ya era demasiado tarde.
La cuestión ahora es cómo va a poder soportar Egipto cualquiera de las situaciones que salgan de las urnas, con fraude o sin él. El rechazo internacional a lo que está ocurriendo es paralelo a la preocupación por cómo pueda degradarse la situación. Si Ahmed Shafiq gana las elecciones, la dictadura volverá con toda su crudeza, porque se habrán avalado por las urnas la represión anterior y un concepto de orden basado en la fuerza. Si lo hace Morsi, el enfrentamiento institucional será constante porque el ejército se resistirá a ser desmontado desde el poder legislativo, que podrá ver controlado sus leyes por un tribunal constitucional que ya ha demostrado cómo funciona o su capacidad de veto.


La responsabilidad del Ejército es absoluta y, más allá de los crímenes cometidos en las calles y la represión de décadas: lo es por haber frustrado con su codicia y apetencia de poder los anhelos de libertad de todo un pueblo, condenado ahora a elegir entre opciones extremas para evitar males mayores. Hay laicos que votaron a Morsi para evitar que saliera de las urnas un militar sucesor de un dictador; y hay revolucionarios que han votado a Shafiq por temor a que lo que traigan los islamistas sea peor. No puede haber mayor despropósito. Por esto han pasado muchos egipcios.
 Así es difícil, muy difícil, construir una democracia. La democracia tiene que canalizar la ilusión y no recoger el miedo. Ahora, con los dos candidatos autoproclamados vencedores, con las sospechas de fraude creciendo, puede ocurrir cualquier cosa. No sabemos si Hosni Mubarak saldrá del coma para poder comprobar con sus propios ojos el desastre final de su reinado. Esto no ocurrió porque él se fuera, como algunos piensan, sino porque él no se iba. Ni tampoco sus secuaces. 
Egipto sí debe salir del coma. El sueño de la democracia debe convertirse en realidad.


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