lunes, 27 de febrero de 2012

Al otro lado del teléfono

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Hemos hablado con anterioridad de la cuestión de la irracionalidad de los protocolos o, si se prefiere, de la irracionalidad en la que se sume a las personas que se rigen por protocolos. El diario El País nos cuenta hoy la muerte de una mujer, responsabilizando a los errores de la práctica del protocolo:

“Quizá tampoco habría sobrevivido si la ambulancia la hubiera llevado a su debido tiempo”, se resigna Montserrat Grasa, hija de la fallecida que agita una esquela de su madre entre los dedos. “Pero el trato recibido y el cúmulo de errores son bochornosos. ¿Cómo corrigen por teléfono lo que manda un doctor en persona?”. El SEM defiende que su actuación responde al protocolo de emergencias. “Se actuó correctamente ante un caso de gastroenteritis”, señala una portavoz. Pero el protocolo no cuenta con posibles errores de diagnóstico. “La patología que había diagnosticado el doctor es una urgencia, no una emergencia”, justifica el organismo. “Y las urgencias deben derivarse al ambulatorio para no colapsar los hospitales. Aunque ello implique corregir al médico”, subraya. *

Lo terrible de esta muerte es que se produce ante unos ojos cegados. El protocolo es una forma de convertir en máquinas a las personas. La convierte en dos sentidos: anulan su pensamiento en favor de unas acciones programadas y las convierten en parte de una cadena de transmisión. Como en toda máquina, se busca la eficacia por encima de los errores humanos. Las máquinas son buenas porque ahorran esfuerzo y rentabilizan las inversiones. Pero en los protocolos, a diferencia de las máquinas en las que ponemos dispositivos de bloqueos, fusibles y alarmas para prevenirnos de sus fallos, no ponemos nada de esto y la maquinaria humana sigue adelante basándose en su teórica estructura eficaz.
Señala el periodista Ferrán Balsells en su información el punto clave: “el protocolo no cuenta con posibles errores de diagnóstico”. Cuando un diagnóstico es erróneo, nadie frena la máquina. Eso es lo más desesperante, comprobar que has dejado de hablar con personas y descubrir que estás frente a seres maquinales, despersonalizados, que pueden sentir en su interior el absurdo de lo que están haciendo pero no lo evitan:

[…] tras una acalorada discusión con el chófer de la ambulancia, un empleado del SEM logró que el vehículo llevara a la paciente al Pere Camps. “Lo siento en el alma, esta mujer debería ir a un hospital, pero me obligan a llevarla a un ambulatorio”, se excusó el conductor a la hija de la paciente, según el relato de Grasa.*


El conductor tiene un "alma" en el que sentir; el sistema protocolario no. La base del funcionamiento impecable del protocolo por encima de las personas, aunque no se diga, solo es uno: el miedo a ser despedidos. Conforme aumenta la desprotección del empleo, crece el miedo a tomar decisiones que se puedan volver contra quienes ignoran el protocolo por más que pudieran tener razón, algo que supone un alto riesgo en personas que saben que se están jugando su puesto de trabajo. Una vez descargados de responsabilidad por el protocolo, las personas no luchan contra él. Solo los locos lo hacen. Las palabras del chófer de la ambulancia, convencido de que estaba actuando erróneamente pero sin más remedio que obedecer las órdenes, nos muestran lo dramático del proceso.
El protocolo es un arma de doble filo, especialmente en el terreno médico, en el que reina el temor a las demandas. Los protocolos buscan racionalizar las acciones, optimizar los recursos y eludir las costosas negligencias. Para ello, la sumisión debe ser absoluta a esa abstracción convertida en tablas de la Ley. La ignorancia del protocolo supone la condena inmediata, el pecado organizativo capital: incurrir en el riesgo de ser demandados por decisiones erróneas.

 “La sanidad pública no puede funcionar así, estoy segura de que no llevaron a mi madre al hospital para ahorrar costes”, lamenta la hija. “Es el mismo protocolo que seguimos desde hace años”, insiste el SEM. “Si ocurriera otra vez, volveríamos a actuar igual”.*

Lo peor de todo es que tienen tazón. No es una cuestión de “recortes”, algo que a algunos defraudará. Es algo peor, es el miedo a ser recortado lo que hace que ninguna de esas personas por las que pasan las que ya difícilmente se puede llamar “decisiones” sino “aplicaciones” del protocolo, intervenga para detenerlo. Nadie quiere esa responsabilidad porque el protocolo está hecho para descargar de las responsabilidades de la decisión.
La cuestión de lo deshumanización producida por los protocolos no es baladí. Es una forma más de la maquinación de la que se ocupó, por ejemplo, el filósofo Günther Anders, a la que dedicó una parte importante de su trabajo reflexivo. No hace muchas semanas trajimos a esta páginas virtuales su obra Nosotros, los hijos de Eichmann [ver entrada]. Para Anders, lo que posibilitó la Alemania nazi fue su transformación precisamente en maquinaria, en una serie de protocolos que evitaban pensar o discutir las órdenes. Nadie discute las órdenes y el protocolo no puede estar equivocado. Son los dos dogmas organizativos.
Mientras que en unas esferas se valora la creatividad, la informalidad productiva, el romper con las reglas que constriñen, etc., en otras se penaliza esto mismo. Se exige la sumisión absoluta al procedimiento. Siempre existirá el error de diagnóstico que exija poder cambiar de decisión en el último momento. Cualquier sistema humano que parte de la inflexibilidad por la perfección del sistema está condenado a producir casos como este. Puede que los "protocolos" ahorren muchos problemas, pero hay que evitar que el protocolo se vuelva un problema


Lo terrible de esta muerte es que no hubo forma de parar el error. La aplicación de este tipo de protocolos en ámbitos que exigen respuestas acertadas para evitar transmitir eficazmente los errores es muy arriesgada porque aquí la equivocación es la muerte del paciente.
Lo intentaron; intentaron llevar a la paciente a un hospital, pero no hubo forma de convencer a los que se limitaban a aplicar el protocolo.  Se dijo que era una “urgencia” y no una “emergencia”, una cuestión que abre o cierra mundos distintos.

“Quien hablaba al otro lado del teléfono no sabía que mi madre llevaba días muy enferma”, reseña la hija de la mujer fallecida.*

No era su problema. “Gastroenteritis” está en la lista de “urgencias” y no en la de “emergencias”. Toda su función era aplicar el protocolo. Para eso les pagan; para eso son entrenados concienzudamente, para evitar la tentación de volverse humanos y ceder.
De este lado del teléfono está la imperfección de la vida; del otro, la perfección platónica del protocolo.

* “Fallece una mujer tras frenar Salud la orden de llevarla a un hospital”. El País 27/02/2012 http://ccaa.elpais.com/ccaa/2012/02/26/catalunya/1330290126_623039.html


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