domingo, 1 de enero de 2012

Un deseo

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Es preocupante el aumento de la intransigencia en todo el mundo. Así lo parece cuando vemos comportamientos generales, quemas de iglesias o mezquitas, de biblias y coranes. Pero no es solo un problema de intransigencia intercultural o interconfesional.  Cada vez tiene más reflejo en el ámbito particular, en la vida cotidiana. Me llegan comentarios de amigos que, por ejemplo, han descubierto en otros amigos conductas intransigentes insospechadas, actitudes que no esperaban ver porque no se habían manifestado con anterioridad con esa virulencia. Gente que hacía años que se conocían han dejado de hablarse por la forma de comportarse o de manifestarse de alguno de ellos.
Es normal que en países que han pasado por dictaduras o que estén saliendo de ellas se produzcan choques sobre la forma de valorar las nuevas y viejas situaciones. Mis amigos egipcios me cuentan muchos casos así. No hay sorpresas en que se produzcan estos choques, por más dolorosos y frustrantes que puedan ser para personas que hasta hace poco convivían. Pero me interesa más el crecimiento de la intransigencia entre personas que viven en situaciones muy distintas, lejos de dictaduras, en democracias plenas.


El aumento de la intransigencia política y religiosa en una sociedad en la que se supone que se tiene derecho a votar libremente me parece preocupante. El sectarismo vocacional va en aumento allí donde a nadie se le presiona ya para que crea o no crea, vote o no vote, en cualquier sentido. Da pena ver cómo criticamos las dictaduras para ver después la proliferación de una intransigencia, auténticamente tiránica, que estigmatiza a los que visitan un templo o votan algo distinto de lo que nosotros mismos votamos.

Esta intransigencia forma parte del retroceso de la cultura democrática y es responsabilidad de los propios políticos e instituciones que deberían dar ejemplos de convivencia y maneras y no ese espectáculo bochornoso del insulto y de la degradación del otro porque opina, siente o cree de una forma distinta. Reivindicamos la libertad religiosa para atacar a los que creen; reivindicamos la libertad sexual para, a reglón seguido señalar, con el dedo a los que se comportan de otra manera; reivindicamos la democracia para actuar después como tiranos negando a los otros del derecho a votar en conciencia lo que las leyes les permiten. Es la reivindicación del absolutismo: la política c’est moi; la religión o el ateísmo militante c’est moi; el sexo c’est moi. Aquí todos somos Luis XIV. Lo que las leyes nos reconocen, lo atacamos mediante la costumbre, la mala costumbre hay que precisar, que es la de la presión social, la del ridículo o la burla, la del insulto, la de la estigmatización.
Es preocupante porque las cosas que escucho y leo, cada vez más a menudo —y en personas que me sorprende—, me parecen un retroceso peligroso en las actitudes y maneras democráticas. Al igual que cualquier otra creencia, la democracia se vacía si se queda convertida en un rito externo. Votar es solo una parte; en muchas dictaduras se vota. Defender el derecho a tener opiniones diferentes a las mías dentro de un marco jurídico básico —una constitución— es más importante porque es la base de todo lo demás.
Creo que los políticos deberían empezar a hacer examen de conciencia sobre cómo esa “ciudadanía” que tanto nos preocupa a todos, además de saber informática, inglés y cualquier otra disciplina que nos convierte en modernos, aprende que la base de la democracia es la convivencia y que la libertad que la ley marca es de obligado respeto para todos. La constitución bajo la que vivimos dice que a quién votemos es un asunto exclusivo de nuestra conciencia; en qué creamos, un asunto de nuestra fe; y con quién, dónde y cómo tengamos relaciones pertenece al ámbito de nuestra intimidad. Sin embargo, parece que cada vez son aspectos sobre los que los demás opinan y se tienen que dar explicaciones. Se haga en nombre de quien se haga, es antidemocrático. Y así hay que decirlo.


Es frecuente que cuando se afea a los políticos ciertos comportamientos, te digan con una sonrisa que son cosas de las campañas electorales, que son mensajes para los mítines, cosas de la política; que luego entre ellos se llevan bien, que muchos son amigos y salen a cenar las parejas o juegan al pádel una vez a la semana. Todo muy bonito, sí, pero fuera de las cámaras, para las que se reservan los mensajes apocalípticos y las descalificaciones descarnadas. Forma parte del guión de la película política, te dicen.
Habría que empezar a decirles —a ellos y a muchos otros— que esa película que proyectan cada día tiene consecuencias en las personas y en las relaciones sociales, que es una semilla peligrosa que acaba dando frutos no deseados, la intransigencia y el sectarismo.
Algunos me han pedido que formule un “deseo para el año que comienza”. Creo que es este: que cada día demos ejemplo de convivencia, que sepamos distinguir lo que no nos gusta votar de lo que prohibiríamos a los demás votar, que distingamos entre el derecho y la intransigencia, y separemos el debate del insulto. De otra forma, no somos más que pequeños tiranos frustrados deseando crecer.


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.