miércoles, 18 de enero de 2012

La soledad de los martes

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Mi pueblo, que es un pueblo rico y moderno, comenzó este verano, los martes, la proyección nocturna de óperas y ballets. Los calores de agosto animaban a disfrutar primero de terrazas y granizados, una cena rápida después, y de un final operístico, cerrando el día, con la proyección digital, en la mayor de las salas, de los espectáculos musicales, principalmente con los montajes de la Royal Opera House londinense. Ballets muy conocidos como Coppelia, El Lago de los cisnes, Giselle o Cascanueces, y otros menos conocidos, como el extraordinario Mayerling, de Franz List, desfilaron durante las noches de los martes de verano y otoño. Las óperas también estuvieron a la altura: La Boheme, El barbero de Sevilla, La traviata… y dos experiencias profundamente hermosas: Don Giovanni y Tosca.
Martes veraniegos y martes otoñales. Compartía las noches con una pareja desconocida, un matrimonio, que se sentaba cuatro o cinco filas más arriba. Los tres, espectadores únicos, comenzamos la aventura musical. Animé a una amiga —en la tercera sesión— a que viniera hasta mi pueblo a compartir las veladas. Cenábamos algo rápido en el centro comercial antes de entrar a ver la proyección. A la salida, ya de madrugada, charlábamos sobre la obra que habíamos visto y escuchado mientras esperábamos la llegada del autobús que la llevaba de vuelta hasta Madrid. No importaba la hora; estábamos de vacaciones y no había que levantarse temprano.

Don Giovanni

Con la llegada de septiembre, ya no me atreví a pedir a mi acompañante que viniera porque con el comienzo del curso llegaron el trabajo y madrugar. El matrimonio dejó también de asistir y pronto me encontré yo solo, en la inmensa sala principal, en las sesiones nocturnas de óperas y ballets. Repusieron algunas y repetí dos de ellas: las mencionadas Don Giovanni y Tosca.

Hace un par de semanas me avisaron que ya no se pondrían más, que se terminaban mis sesiones musicales, que el momento que temía desde hacía tiempo finalmente había llegado. Los martes pasaban a ser como todos los martes: el día entre el lunes y el miércoles. Se acabó la música.
Encontrarte en una sala disfrutando de un espectáculo maravilloso de música, grandes voces, buenos montajes…, en la más absoluta soledad es una experiencia agridulce. Escuchar aquellas arias, aquellos dúos o tríos, aquellas oberturas… así, solo… Por un lado está el placer estético producido por lo que estás viendo, pero por otro está la tristeza de la soledad, el sentimiento de que aquellas obras, cumbres de un género, apenas importan. No se trata de no estar acompañado; se trata de la soledad estética, de la lenta agonía de la cultura ante nuestros ojos indiferentes. En un arte minoritario, te dicen, ¡Mentira! No existen artes minoritarias, solo sensibilidad sin desarrollar, abandono, desvío hacia otras formas. Es el resultado de la constante apuesta por lo fácil.

El malvado Baron Scarpia
¿Es que no le conmovía a nadie la maldad del Barón Scarpia, el canalla que trata de obtener los favores de la hermosa Tosca? ¿No le importaba a nadie que aquel malvado, aquel hipócrita santurrón, recurriera al engaño y la tortura para forzar a la joven? Nadie compartía aquel maravilloso final del primer acto en el que se funden los deseos libidinosos del Barón Scarpia, el tirano, con el coro mientras se celebra la misa en la capilla: Tosca, mi fai dimenticare Iddio!  ¡Tosca, me haces olvidar a Dios! ¡Qué frase extraordinaria, qué momento tan sublime, grandioso!
Y, en este momento hermoso, estás solo, en una sala vacía, sintiendo profunda tristeza por todos aquellos que podrían estar experimentando aquel instante en el que Scarpia cae de rodillas abatido por sus deseos incontrolables, en los que llega a la blasfemia y se santigua. ¡Solo yo odiaba a Scarpia, solo yo maldecía su hipocresía, sus posesivos deseos! Y así me encontré también solo apiadándome de Mimi y de Violetta, espantado ante la osadía de Don Giovanni, conteniendo la respiración ante el lanzamiento al vacío de la joven Tosca...
No sé cómo se ha llegado a esta soledad estética, a convertir la belleza en un disfrute solitario, nocturno, aislado, casi clandestino. Como profesor, mi interés no era otro —y lo sigue siendo— que lograr que se despertara la capacidad de disfrutar ante objetos bellos, que se fuera capaz de apreciar lo mejor que nos han legado en distintos campos. Nunca me interesó que la gente repitiera sin sentir las experiencias de otros —ni siquiera las mías—, error que nuestro sistema educativo comete habitualmente.

Mayerling, ballet de Franz List
Existe un camino estético, un recorrido vital en el que vamos encontrando aquellos pocos parajes en los que desearíamos permanecer disfrutando de esa paz que lo bello trae. Pero reducir lo estético a lo interesante o lo entretenido tiene sus consecuencias: el sacrificio en la hoguera de muchas ocasiones de disfrute y formación genuina. Hemos elevado una barrera de insensibilidad, de embrutecimiento, tras la que ya no somos capaces de ver lo que hay al otro lado. Y ha dejado de importarnos ya lo que pueda haber tras ella.

Royal Opera House
Por eso la experiencia solitaria de la belleza me produce melancolía. Mi parte racional y combativa se niega a admitir la derrota estética junto a muchas otras claudicaciones que nuestra época ha realizado, arrastrada por las mismas fuerzas que han sabido vendernos sucedáneos convincentes de placer y felicidad. ¡Está todo tan a nuestro alcance! ¡Es tan fácil reír sin inteligencia, sufrir sin compasión! ¡Con qué facilidad reímos y lloramos sin que nos suponga maduración alguna, sin recorrer ningún camino de comprensión! Nos quejamos de la profunda inmadurez que percibimos a nuestro alrededor; es el resultado de aplicar en la cultura los métodos de adelgazamiento: nos producen la sensación de estar llenos engañando al estómago. Mientras sentimos saciedad pseudocultural, vamos perdiendo cada vez más peso, nos hacemos más inconsistentes. La inconsistencia es la falta de solidez que hace que las cosas se quiebren fácilmente, también la falta de coherencia entre las partes. Producimos constantemente inconsistencia. Y así hasta quedar reducidos a una carcajada en el vacío, a una lágrima sobre el suelo árido del desierto de la cultura.

Cascanueces

Don Giovanni

2 comentarios:

  1. Muy buena reflexión,y bonita manera de plasmarla ,he disfrutado leyendo esos pensamientos,gracias

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  2. Gracias por la lectura y el comentario. Un saludo, JMA

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