lunes, 31 de octubre de 2011

Liderazgo moral

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Vuelve a ocuparse The New York Times de una cuestión que está preocupando a los intelectuales de Occidente, la cuestión del liderazgo, referida esta vez a los movimientos liberadores en los países árabes.
El hecho de que no existan referencias aparentes —esto va más allá de la cuestión del líder— de ningún tipo, sino la escueta individualidad disuelta en el anonimato colectivo, les preocupa. Con todo, es más fácil aceptar el anonimato que la ausencia de referencias intelectuales. Aquí no se ha invocado a nadie. Sin embargo, los movimientos de Túnez y Egipto sí han tenido sus referentes, pero de un orden diferente al que estamos acostumbrados. En un mundo cuyos discursos ideológicos están en crisis, adquiere un valor mucho mayor la ejemplaridad empática.
El valor del ejemplo es superior al de los discursos, el de la acción al de la retórica. Hartos de palabras, los que se sublevan solo admiten la acción y no la promesa como fin de sus movimientos. Guiados por el ejemplo de otros jóvenes como ellos, no necesitan elaborar ni recibir el arma del político tradicional, la convicción del argumento. No puede decirse, desde luego, que ignoren la comunicación, todo lo contrario. Sin embargo esa comunicación es la que sirve para mantener unidad la red, antes que una capacidad de argumentación discursiva. Es más función "fática" que otra cosa.

Con un “¡Game over!” común les basta para hacer caer un régimen. No habrá en estas revoluciones grandes discursos o proclamas. Las palabras justas y nada más. No son las revoluciones de las palabras, sino las de la acción unitaria. En un universo plagado de discursos, esta vez los únicos presentes son los de los dictadores, que han tratado, proclama tras proclama, de exponer sus motivos poderosos para no abandonar el poder. La eficacia de estas revoluciones ha sido la sordera, el no haber atendido las permanentes alegaciones dictatoriales para seguir. No son revoluciones de asalto, sino de tozudez, de firmeza. Porque nada forja más que la resistencia, auténtico ejercicio diario en calles y plazas. Son las dictaduras las que han reculado, dialéctica y físicamente, ante el empeño mostrado.


Cuando se busquen en el futuro las grandes palabras de estas revoluciones no se encontrarán muchos oradores. Se escucharán las palabras de un Ali, de un Mubarak, de un Gadafi… y, por el otro lado, nada más que imágenes de escuetos mensajes en pancartas o llamamientos a unirse en blogs y video-blogs.
No encontraremos líderes ni portavoces, solo voces. Se encontrarán ante un sistema coral, una polifonía, en el que el protagonismo individualizado ha estado ausente. Evidentemente, ha habido motivos de seguridad en ello, pero también ese deseo de voz colectiva, de “Fuenteovejuna”, que ha caracterizado este esfuerzo colectivo de desprenderse de los dictadores. No han sido las redes sociales, sino la sociedad como red, que no se debe confundir causa y efecto.


El liderazgo en las revueltas no ha sido un problema. Ha funcionado sin él y no hay que darle más vueltas. Los problemas se plantean después, cuando es necesaria la elaboración de proyectos más allá de la palabras básicas que definen los movimientos: dignidad, justicia, libertad… Cada una de ellas tiene decenas de candidatos a interpretarlas en su sentido político, en su traducción a la realidad del momento.
De la generación de jóvenes que consiguieron sacudirse el miedo de las anteriores debe salir un nuevo liderazgo que supere las décadas de inoperancia y discursos vacíos. Es inevitable que los discursos regresen a la escena política y, con ellos, las discusiones y los malentendidos. Sin embargo, el recuerdo de las voces monolíticas de los dictadores debe ser un aliciente para, poco a poco, ir saliendo de la cacofonía política hacia la armonía necesaria.
La tentación del líder carismático es grande. Es un error esperar volver de nuevo a ella. Supone, una vez más, el abandono de esa colectividad que ha demostrado su fuerza en beneficio de esas figuras fuertes a las que aclamar a su paso. Es más de lo mismo. Es volver a los viejos héroes que traicionaron sus revoluciones. Lo que se necesita ahora son estructuras capaces de funcionar y estabilizar los campos políticos. Necesitan comprometer a lo mejor que puedan encontrar entre sus poblaciones en un proyecto de futuro que les ilusiones y les saque del estado en que muchas se encuentran.
Creo que tienen esas personas valiosas y dispuestas a dar lo mejor comprometiéndose por su país. Necesitan ahora encontrarlas y motivarlas para participar en la vida política. El exceso de populismo al que estamos asistiendo por todo el mundo necesita como contrapeso de personas capaces de ejercer un liderazgo moral que ilusione a sus pueblos y les haga interesarse por sus propios destinos. Creo que el mundo está ya harto de presidentes playboys, cantantes, guitarristas o bailones. Hacen falta personas que piensen y trabajen de otra manera. Hemos quitado la ilusión a la política y hay que recuperarla. Los políticos del futuro han de ser los que animen a su pueblos a convertirse en ciudadanos responsables; dirigentes ejemplares, capaces de que proponer comportamientos más allá de las campañas de imagen. Dirigentes que no consideren que el gobierno es su casa, sino que ellos están de visita en la de todos. Necesitamos políticos que no pisoteen la cultura, sino que forme parte de sus propios valores.
En suma, casi lo contrario de lo que tenemos en la mayoría de los lugares.

* "The Arab Intellectuals Who Didn't Roar". The New York Times 29/09/2011 http://www.nytimes.com/2011/10/30/sunday-review/the-arab-intellectuals-who-didnt-roar.html



domingo, 30 de octubre de 2011

Verbos y diferencias

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Sorprendentemente, nuestros dos candidatos a gestionar el desastre que han causado, han llegado a un punto de acuerdo en las medidas que se tienen que aplicar. Coinciden siempre y cuando no se vaya más allá del verbo. Una democracia “verbal” puede ser nuestra aportación a la teoría política, un arte de llegar a acuerdos solo negociando los verbos. El verbo en cuestión es “abaratar”. Los verbos son importantes, sí. Lo demás son detalles, pequeñas cuestiones que no empañan la grandeza de la acción que el verbo acoge maternalmente. Parece mentira que una palabritas, por terminar en –ar, -er o –ir, sean tan importantes.
El candidato Pérez Rubalcaba ha señalado en la prensa de hoy: “La derecha piensa en abaratar los despidos y nosotros pensamos en abaratar la contratación. ¿Notáis la diferencia?”. Pues, la verdad, no negamos que la haya, pero tal como están las cosas, muchos nos tememos que primero nos despidan baratito y luego nos contraten más barato todavía, que no es lo que yo llamaría un programa de “centro”. Aquí todos tienen ideas pero caen siempre en la misma coronilla.
Porque el problema de todo esto es que nuestros gobiernos hace ya mucho tiempo que, hacer-hacer, hacen más bien poco. Bueno, usan mucho lo de “prometer”, que está muy bien y siempre es renegociable. Pero… hacer, de eso ya me fío menos. El presidente Rodríguez Zapatero (el de España) le dijo a Don Emilio Botín (el del Santander, no del equipo, el del Banco) que si le podía prestar 30.000 becas de formación y Don Emilio, que es un buenazo, dijo que por la formación, lo que fuera.
Como nos conformamos con poco, ya no pedimos puestos de trabajo, sino becarios, que ¡total!, son cuatro perras y se salen de las listas del paro una temporadita. Tampoco importa en qué les formes, porque como luego no hay trabajo, pues es más sencillo. Pero el verbo “formar” es muy bonito, muy lindo. Da igual en qué y hasta cuándo, pero eso es lo de menos.


Ahora para que no nos tiremos de los pelos (yo cada vez veo más calvos), se han puesto de acuerdo en el verbo “abaratar”, que es una de las tres B de siempre: “bueno”, “bonito” y “barato”, que se decía antes, cuando se vendía de puerta en puerta o en los trenes, y era muy gracioso. Ahora por teléfono tiene menos gracia y no lo dicen.

Me gustaría que propusieran algo con las otras dos “bes”, con “bueno” y “bonito”, por ejemplo, un “empleo” bonito o un “empleo bueno”, un “sueldo bueno”…, cosas así, pero me imagino que para la próxima campaña ya nos prometen otras cosas. Las promesas deberían ser como las ofertas comerciales: “buenos empleos hasta fin de existencias…” o “buen sueldo para los cincuenta primeros…”. Así no consideraríamos publicidad engañosa lo que nos ofrecen.
Siguiendo las instrucciones del candidato que ofrece abaratar la contratación, que es algo que el capitalismo del siglo XIX ya proponía como alternativa a la esclavitud, que ya estaba saliendo cara, voy a poner juntas las dos ofertas para comprobar las diferencias, aunque no me han dicho cuántas son. Suelen ser 7 o 10 y se marcan con un redondelito. Me imagino que cuando termine la campaña sacarán las soluciones y veré cuántas he acertado.
A mí lo de abaratar la contratación me deja la duda de la pensión que me va a quedar para el futuro, pero para el futuro no hay verbos por ahora, aunque voy a proponer a la Real Academia el verbo “futurear”, que resulta de “futuro” y “ningunear”, es decir, que te ningunean ahora y por adelantado por si luego no hay tiempo. Espero que no me pidan que ahorre yo, por mi cuenta, para el futuro porque, entre que me incorporo tarde al mercado laboral y que me pagan poco, no sé yo de dónde. Pero seguro que se les ocurre algo. Tienen buenas ideas y buenos verbos.
En fin, seguiré mirando fijamente las fotos y programas.



Un libro: Neoliberalismo. Una breve introducción, de M.B. Steger y R.K. Roy

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
La obra Neoliberalismo. Una breve introducción, de Manfred B. Steger y Ravi K. Roy es una interesante aportación más allá del término que da título al libro, ya que no trata solo de ahondar en la idea central sino también en sus efectos reales y locales. Al análisis abstracto e histórico del término, es decir, su significado y su desarrollo, los autores añaden las diferentes políticas que llevaron a su implantación y los efectos en distintas partes del mundo (Occidente, Latinoamérica, Asia). En la primera parte se define la esencia del neoliberalismo, sus padres teóricos y políticos, mientras que se van refiriendo las consecuencias de las políticas neoliberales en distintos ámbitos geográficos en la segunda.
Manfred B. Steger es Profesor de Global Studies y Director del Globalism Research Centre en el Royal Melbourne Institute of Technology, e Investigador en el Globalization Research Center de la Universidad de Hawai’i-Manoa. Ravi K. Roy es también investigador de Global Studies en el Royal Melbourne Institute of Technology.
La obra se presenta casi como un manual, pero va más allá de la descripción de hechos y teorías. Se agradece su claridad expositiva y sobre todo su sistematicidad, el orden con el que está diseñado el conjunto, que permite avanzar por la historia hasta el momento actual —está escrita en 2010 en su versión original—, en el que se ven las consecuencias de lo expuesto.
Cuando abordan la doctrinas neoliberales en su conjunto, los autores señalan que sus partidarios:

[…] saturan el discurso público con imágenes idealizadas de un mundo de libre mercado y consumista. Su habilidad para negociar con los medios de comunicación les permite vender a un público muy amplio su versión favorita del mercado global unificado, y proyectar una imagen positiva del mismo, en tanto que herramienta imprescindible para conseguir un mundo mejor. Estas visiones de la globalización se filtran a la opinión pública y determinan las opciones políticas en buena parte del mundo. Porque de lo que no hay duda es de que los neoliberales influyentes son verdaderos expertos a la hora de diseñar atractivos envoltorios para las medidas políticas con las que pretenden impulsar el mercado. (30)


La idea apuntada expresada sobre el diseño de los discursos se queda corta en el papel que han jugado los medios de comunicación en la transformación neoliberal del mundo. La reducción de los medios a una dimensión de mercado ha hecho invertirse la función tradicional que deberían cumplir en una democracia, convirtiéndolos en una pieza importante de expansión de las doctrinas, por un lado, y convertir la información en un objeto más de consumo. Una vez que la ideología neoliberal se aplica, desaparecen otras funciones que quedan supeditadas a la obtención del beneficio, único criterio aceptado y aceptable desde esta óptica. Los medios han jugado ese papel en casi todas partes. Vaciados de cualquier otro tipo de consideración, la trivialización de la información ha sido el veneno que les ha acabado afectando al producirse un crecimiento especular, acompasado, entre unas audiencias empobrecidas y unos medios empobrecedores. La rentabilidad actúa como factor directivo por encima de cualquier otra función social. Y eso se paga.

Efectivamente, los neoliberales han sabido extender su mensaje por los medios; pero más allá, como Marshall McLuhan señaló en su conocido aforismo, “el medio es el mensaje”. Probablemente nunca haya estado tan claro el sentido de esta frase. La ideología del consumo trivial y extenso de la información ha calado hondo. No se trata de informar bien; se trata de obtener beneficios con la información. Los profesionales han padecido —y muchos han aprovechado— esta situación que los convertía en suministradores de pan en el circo mediático. Lo trivial es ideología en acción. Los medios, señalan los autores, han jugado un papel importante en la difusión y calado doctrinal.
Son importantes en la obra las explicaciones sobre la transformación de la doctrina económica en las diferentes formas de gobierno. La idea de que el único sistema eficaz es el que se deriva de la autorregulación de los mercados tiene unas consecuencias importantes a la horade concebir los gobiernos y sus funciones:

En lugar de operar de acuerdo con patrones más tradicionales y perseguir el bien común (frente a los beneficios), promoviendo el desarrollo de la sociedad civil y de la justicia social, los neoliberales pretenden aplicar al gobierno técnicas extraídas del mundo de los negocios y del comercio; y así hay que desarrollar necesariamente «planes estratégicos» y programas de «gestión de riesgos» orientados a la obtención de «superávits»; realizar analizar análisis de costo-beneficio y otros cálculos de eficacia económica; es obligado disminuir el peso de la intervención política (llamado «código de práctica óptima»); se deben establecer metas cuantificadas y promover el seguimiento detallado de resultados; crear planes de trabajo altamente individualizados basados en el rendimiento e introducir modelos de «elección racional» que permitan interiorizar y, por tanto, normalizar un comportamiento orientado al mercado.
Los modos de gobierno neoliberales impulsan la transformación de la mentalidad burocrática en identidad empresarial: los empleados del Estado ya no se consideran funcionarios ni garantes de un «bien público» definido en términos cualitativos, sino participantes interesados y responsables del mercado, de quienes se exige que contribuyan a lograr que las adelgazadas «empresas» del Estado alcancen éxitos económicos. (31-32)

Cualquiera que lea este párrafo probablemente habrá sentido que ha encontrado una explicación de muchos de los movimientos que han cambiado su forma de trabajo, sus condiciones de vida, durante las últimas décadas. El “neoliberalismo” ha sido una ideología que se ha filtrado en todos los rincones, especialmente en las mentes de unos políticos que han abrazado estos planteamientos por diferentes motivos que van desde la inocencia y la estupidez (no son incompatibles) hasta los intereses más declarados. Que el mercado actúe como mercado no tendría un efecto tan demoledor como el que padecemos si no se hubiera convencido primero de la necesidad de desmantelamiento y transformación del Estado. Durante tres décadas se ha convencido (ese papel de los medios señalado anteriormente) a la ciudadanía y a la “clase” política de la eficacia de un sistema que desintegraba los subsistemas de defensa frente a catástrofes como la provocada actualmente por el propio sistema. 

Como bien señalan los autores, lo primero que había que hacer desaparecer era la idea de “bien común”, una aberración en un sistema de ideas cuyos ejes son la competencia y la depredación social. El extremo de estas ideas, reforzado por la globalización, ha creado bolsas riqueza personal y bolsas de pobreza colectivas por donde se ha aplicado, ya que se desmantelan los sistemas de redistribución de la riqueza. Igual que se ha tendido de forma natural al monopolio mediante fusiones y desapariciones, se ha tendido a la concentración de la riqueza en pocas manos. La idea imperante en la actualidad de “impuestos a los ricos” es la reacción a unas teorías que preconizaban que los muy ricos son un beneficio para el conjunto y que así la gente tiene el estímulo de querer emularlos. La codicia ha sido la auténtica ideología, con el contrapeso del consumismo, actividad fomentada para que otros se hagan ricos. Un sistema que se basa en el consumo, pero que tiende a empobrecer (ese es el dato real en todas partes) a los que trabajan, solo puede llevar al fracaso social: una sociedad con unas pocas personas inmensamente ricas y una mayoría de la población que se adentra en la pobreza, desprovista cada vez más de servicios asistenciales, que pasan a ser ruinosos porque descienden los impuestos medios por el empobrecimiento y no se puede tocar a los ricos. El consumo desciende y la esperada recogida de impuestos a través del fomento del consumo se convierte en una broma pesada. Cuando el consumo se para, se para todo menos las cifras del paro que crecen sin remedio. No estoy hablando de ninguna utopía o caso teórico, como habrán comprendido.
Los autores describen la idea de «economía de la oferta» que ha servido para justificar ese abandono de los impuestos:

Defendida por economistas neoliberales como Arthur Laffer y favorecida por el presidente Reagan, la «economía de la oferta» se basa en la idea de que el crecimiento económico a largo plazo depende de la cantidad de capital que se liberalice para la inversión privada. En este modelo de economía de la oferta existe un componente teórico esencial, la «curva de Laffer», utilizada para ilustrar gráficamente la tesis de que el aumento de los índice impositivos no siempre conduce al aumento de las rentas públicas. A medida que los índices impositivos se acercar al 100%, la curva indica que las rentas públicas irán disminuyendo, pues los ciudadanos carecen de incentivo para trabajar más. Todos los seguidores de la economía de la oferta defienden sistemáticamente la necesidad de reducir los impuestos sobre la renta de las personas físicas. Según ellos, teniendo en cuenta la curva de Laffer, el nuevo crecimiento económico que se deriva del aumento de la inversión genera automáticamente un superávit de ingresos públicos más que suficiente. Ingresos que los gobiernos podrían usar, a su vez, para devolver deuda, y en último término, para equilibrar sus presupuestos. Esta «economía de la oferta», también llamada «economía de goteo», convenció a Reagan y a los legisladores republicanos en el Congreso estadounidense, que estaban deseando bajar los impuestos. (48)

A los antecedentes históricos neoliberales más remotos, como F. Hayeck, los situados tras la Primera Guerra Mundial, Steger y Roy hacen seguir lo que ha sido el momento clave de la transformación social y económica en todo el mundo, la aparición de la primera generación política que impulsó la doctrina neoliberal: Ronald Reagan y Margaret Thatcher. A esta revolución de los conservadores, siguió la de los liberales y la socialdemocracia que, lejos de matizarlas, profundizaron en ellas.  En la obra se analizan los ascensos al poder, las diferencias de enfoques entre ambos, las consecuencias políticas y económicas de sus acciones y los cambios que aplicaron en cada caso.

Ronald Reagan y Margaret Thatcher
A los dos políticos conservadores, les siguen Bill Clinton, en USA, y Tony Blair, en Inglaterra, un liberal y un socialdemócrata, que se impregnan de neoliberalismo, por más que mantengan determinadas políticas sociales. Pero los avances en el desmantelamiento ideológico de la idea de Estado y del Estado mismo continúan.

El mejor testimonio del poder que ostentaron el thatcherismo o la política de Reagan lo tenemos en el hecho de que las fuerzas de la izquierda democrática pronto empezaron a incorporar a sus propios programas políticos las principales medidas del esquema neoliberal. (86)

Bill Clinton y Tony Blair
El triunfo económico de Occidente sobre el Bloque del Este y sus formas obsoletas de gobierno, su corrupción generalizada, allanaron el camino de una revolución que ha prendido en todos los ámbitos políticos y se traslada a todos los órdenes de la vida. El neoliberalismo es esencialmente un sistema de prioridades. No trata de conquistar el poder, en el que no cree, sino de transformar el Estado, desmantelarlo y dejarlo en el tamaño requerido para que no interfiera y sirva solo para dirimir conflictos.
Su problema original es que no se redistribuye la riqueza (carece de la idea de justicia) y convierte en negocio la propia ayuda que pudiera servir para paliar las diferencias. Es voraz y quiere que cualquier cantidad de dinero sea lanzada a la arena competitiva. Ese es su carácter parasitario. Por eso devora ahorros y fabrica burbujas. Pero lo peor es el deterioro a que somete principios básicos para la construcción de una sociedad mejor para todos. Ya conocemos lo que quiere decir “mejor” en términos estrictamente neoliberales, millones de personas ya lo saben.

El economista Friedrich Hayeck
La crisis económica mundial que padecemos es una consecuencia directa del problema de haber practicado las desregulaciones que la teoría neoliberal preconizaba en todos los ámbitos. Puede que las teorías están muy bien, pero es la práctica lo que cuenta.
Cuando se plantean porqué se extendió la crisis económica hasta los niveles actuales, los autores señalan:

Primero […] los esotéricos paquetes de valores solían ocultar el nivel de riesgo implicado y los inversores no comprendían la complejidad de los nuevos fondos de inversión. Segundo, los inversores confiaban en la excelente reputación de unos gigantes financieros de la talla del Bank of America o Citicorp. Tercero, se creían el contenido de los informes de calificación que emitían Standard and Poor’s o Moody’s sin darse cuenta de que estas empresas estaban involucradas en la creciente burbuja especulativa. Para maximizar sus beneficios estos gigantes de la calificación bancaria tenían interés bastardo en que crecieran los mercados de valores y por eso pintaban los intereses inherentes con un tono exageradamente optimista. (197-198)

Este cuadro se repite ya en todos los análisis, se mire donde se mire. No ha sido un accidente, sino la consecuencia lógica y natural de una forma de pensar y de actuar. Cuando han señalado muchos que el capitalismo había tocado fondo, que necesitaba ser reformulado, se han referido precisamente al fracaso demostrado de un sistema que trata de eliminar las defensas, donde el tramposo juega con ventaja. Los tres elementos citados anteriormente son claramente negativos en un sentido moral, por más que pudieran no serlo en el legal, lo que ha hecho preguntarse a millones de personas porque esta crisis no ha servido para retirar de la pista a los que la han generado. La respuesta está muy clara: antes se preocuparon de desmantelar las normas que pudieran hacer que dieran con sus huesos en las cárceles. Estos desreguladores natos saben, en cambio, dejar claras las salidas legales para poder hundir empresas, arruinar a miles de personas y salir con indemnizaciones con la cabeza muy alta y la cuenta bancaria algo más repleta. La cuestión ahora es qué pueden hacer unos estados que han ido debilitándose progresivamente y carecen de la fuerza para afrontar esta situación.
Una obra muy recomendable como introducción, bien ordenada, sistemática y clara en sus planteamientos y conclusiones. La parte de análisis de las prácticas locales en cada continente son también de interés ya que explican las políticas aplicadas en cada caso. Más que un simple manual y menos que un libro técnico, dispone de unas buenas herramientas para la comprensión de lo expuesto a través de gráficos comparativos, explicaciones de ideas básicas, etc. Como decimos, recomendable por su claridad y proximidad.

* Manfred B. Steger y Ravi K. Roy (2011). Neoliberalismo. Una breve introducción. Alianza, Madrid. 239 pp. ISBN: 978-84-206-5283-2.


sábado, 29 de octubre de 2011

Protocolos

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Los cajeros automáticos tienen la fea costumbre de tragarse nuestras tarjetas de vez en cuando. Por algún extraño motivo —y digo “extraño” porque nadie te da ninguna explicación—, su boca decide no devolverla y, como no es cuestión de discutir con una máquina, intentas llamar a esos números que te aparecen en la pantalla.
El cajero está situado junto al parque infantil de un centro comercial y treinta o cuarenta niños saltan y juegan histéricos —“felices” diría alguien a quien no se le hubieran tragado la tarjeta hace unos minutos— impidiendo que escuche bien el largo proceso de oferta de números para marcar según sea mi caso.
Apenas escucho nada y tampoco puedo marcar ningún número porque el teléfono es de pantalla táctil y se oscurece para el ahorro de energía. La otra opción que me dan es “diga el número…”, pero me contesta con un “lo siento, no le hemos entendido. Repita, por favor”, dado el enorme ruido producido por los niños, que se escapan del parquecito y vienen a corretear a mi alrededor trayéndome su alegría. El cajero está situado junto a los baños de la planta, por lo que los grupos de adolescentes llegan hasta allí gritando con prisas y salen gritando sin ella, eufóricos por haber rehabilitado sus vejigas. Tras gritar varias veces el número que vale para todo caso que no sea cubierto por las cifras anteriores, finalmente me atiende un ser humano.

O, al menos, eso creo yo. El denominado “Test de Turing” —por Alan Turing, el gran matemático— viene a decir que podemos afirmar de una máquina que es “inteligente” cuando no podemos distinguirla de un ser humano en nuestra conversación con ella. Esa es la versión positiva, pero nunca se formula la contraria: privamos a una persona de inteligencia cuando no podamos distinguirla de una máquina.
Y es aquí donde intervienen los famosos “protocolos”. Un protocolo, por simplificarlo un poco, es una serie de acciones encadenadas que como no cumplas te echan. Te pueden echar por muchas otras cosas, pero, por esta, es seguro. Sí, porque invierten un montón de dinero en diseñarlo para que no se pierda dinero. El protocolo es lo contrario de la educación. La buena educación trata de convertir a las personas en más flexibles ante las circunstancias; hablamos de soluciones creativas, de innovación, etc. Pues el protocolo no “educa”, “programa”. Hace con las personas lo mismo que con las máquinas, las reduce a un “interfaz”, porque han descubierto que a los clientes no les gusta estar dirigiéndose a una máquina todo el tiempo.
Nada da más pena que estar hablando con una persona inteligente a la que se ha reducido a repetir un protocolo. Sabes que está puesta ahí, convertida en una prolongación de una maquinaria, enchufada a un sistema que le exige que no diga nada más allá de lo que se le señala en el protocolo correspondiente.

No voy a reproducir aquí la absurda conversación que mantengo con la persona que está al otro lado. Tratas de introducir cada dos palabras “sé que no es culpa suya” para evitar que se sienta más ridícula de lo que se debe sentir; sabes que nadie le ha pedido que crea en lo que hace, sino simplemente que dé esas contestaciones. El caos infantil y adolescente de un viernes por la tarde en un centro comercial contrasta con la rigidez de un sistema que convierte a las personas en prolongaciones de las máquinas. Cuando crezcan, muchas acabarán así, repitiendo instrucciones al otro lado de un teléfono, un mostrador o un dispensario médico.
Habrá chocado más de una vez con los “protocolos”. Son la respuesta de la ingeniería laboral para evitar que las personas se sientan como tales. Funcionando con protocolos, solo es necesario que sea inteligente el que los diseña, que, por cierto, suele ser un especialista bien pagado por lo que ahorra al sistema.
Hemos inundado nuestra sociedad de protocolos y hemos convertido las relaciones en absurdas. El protocolo no es más que una forma de destino estadístico que, extendido a todos los terrenos, convierte al conjunto de la sociedad en una máquina. Se ha convertido en sinónimo de "eficacia" y de "modernidad". Lo peor del protocolo es su extensión a ámbitos en los que es realmente una humillación para quien está de un lado y un insulto para el que está al otro. Pero les da igual. No es su problema.
La idea de “eficacia” que lo guía, solo en algunos casos es real y se trata más bien de una forma de ahorro para las empresas y de control sobre su propio personal. Un mundo gobernado por protocolos no es necesariamente un lugar más “eficaz”, pero sí un lugar más deshumanizado. Puede que algunos piensen que quiere decir lo mismo o que no les importe la diferencia.

Hay un punto entre el desorden y el orden absolutos. Convertir a las personas en prolongaciones de máquinas reales o lógicas, no es bueno para nadie. Provoca desesperación en quien pregunta y humillación en quien lo tiene que practicar, que se siente limitado y controlado. Al hecho de tener que dar respuestas programadas, se suma el de la grabación de la conversación, auténtica vigilancia sobre sus actuaciones. Tus supervisores informarán sobre si sigues el protocolo o no. Orwell y Huxley no están lejos.
Me he chocado muchas veces con la expresión “¡es lo que dice el protocolo!”. Lo peor del protocolo es que no puede ser cuestionado y debe ser aceptado aunque se tenga el convencimiento de que se está actuando mal, injustamente o que causará daño. El protocolo solo lo puede cambiar el que lo ha diseñado. Mientras tanto, debe seguir aplicándose.
Es precisamente esa ausencia de responsabilidad, que se transfiere toda al protocolo, lo que asusta; ese desprenderse de las decisiones y lo que implica, lo que me parece más peligroso. Una vez más, renunciamos a lo que somos en nombre de no se sabe muy bien qué. O quizá sí. Hemos descubierto que no queremos personas libres, sino eficaces y sumisas. Las máquinas no necesitan de la libertad. Convertir el sistema social y a las personas en máquinas tiene el riesgo, nunca asumido, de que esa mentalidad se transfiera a otros órdenes de la vida. El mensaje es “necesitamos a dos que piensen, tres que vigilen y millones que obedezcan”: diseñadores, vigilantes y ejecutores. Transfieran este esquema a millones de empresas e instituciones públicas o privadas. Tendrán un hormiguero.

No todo lo que ocurre en la vida puede meterse en los protocolos. Pero eso a los que imponen los protocolos no les importa. Peor para la vida.
Mientras tanto esperaré a que se cumpla el protocolo y me llegue una nueva tarjeta. No me dejan la opción de ir yo a recogerla.


viernes, 28 de octubre de 2011

Un taxi egipcio hacia el futuro

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Cualquiera que haya tomado un taxi en El Cairo sabe que el vehículo puede llegar a convertirse en una segunda casa. El tráfico de El Cairo es un ejercicio de paciencia frente a la tendencia natural a la desesperación que provoca. Por eso, la iniciativa de algunos taxistas cairotas de convertir sus vehículos en bibliotecas ambulantes no está nada mal. La han llamado "Taxis del conocimiento". La noticia la recogieron EFE y la BBC al menos y saltó en diciembre de 2010. La cadena Alef Bookstores está tras ella apoyándola y ha ido creciendo. Meter libros en los coches y ponerlos a disposición de los clientes es una forma de humanizar el caos, difundir la cultura y aprovechar el tiempo.
Las experiencias del tráfico cairota son legendarias y cualquiera puede contar anécdotas sobre lo que supone montarse en un coche y recorrer las calles de una ciudad en la que las aceras son espacios de convivencia y charla, en donde las sillas se agrupan para montar las conversaciones, y las calzadas son compartidas de forma sorprendente por peatones y vehículos. Porque la diferencia esencial entre las aceras y calzadas es que en unas se está quieto y en las otras apenas se mueve uno. Como se hace difícil caminar por las aceras, finalmente las calzadas acogen a todo lo que se mueve o quiere moverse. El tráfico cairota es un espectáculo en sí mismo, algo que una foto no puede mostrar y que solo el vídeo puede recoger. Es irónico que solo la imagen en movimiento pueda hacer justicia a un atasco, pero es así.

La página principal de la iniciativa "Taxi del conocimiento"en Alef Bookstores

La idea de leer en los taxis es buena y ayudará a reducir el nivel de stress y aumentar el de cultura. Egipto necesita de buenas ideas por parte de todos aquellos capaces de tenerlas. La sequía de ideas provocada por el régimen de Hosni Mubarak ha sido de tal calibre que las ideas tienen que ser incorporadas inmediatamente a cualquier escenario de la vida, desde la política hasta los atascos. En el fondo no hay tanta diferencia entre una y otro, ambas se reflejan. La causa de los atascos, en gran medida, se debe al abandono de las infraestructuras y a la falta de pericia de los que se suponen que coordinan el tráfico a ras de suelo, los guardias, cuyas actuaciones a veces crean más atascos que los que evitan.
No sé si las democracias sirven para evitar los atascos, pero creo que sí pueden servir para elegir a los que sean más eficaces para diseñar políticas que puedan resolverlos. La democracia no son solo grandes ideas, sino también pequeñas soluciones a problemas cotidianos. En el fondo, elegimos a las personas que nos parecen más adecuadas por un programa “único”: que se preocupen por mejorar nuestra situación inicial. Nos olvidamos muchas veces de esta cuestión tan sencilla, pero real: elegimos personas para que hagan bien las cosas y resuelvan los problemas que tenemos. Las dictaduras, además de ser crueles, suelen ser indiferentes en la práctica y grandilocuentes en su retórica. Intentan convencer a los ciudadanos de que hace lo mejor para todos, aunque solo se benefician unos pocos. En el caso de Egipto ha sido dramáticamente así.

Cuando hace un par de días daba un largo paseo por las calles de El Cairo con una amiga me dijo:
—Esta era la ciudad más bonita del mundo.
No le falta razón. Notas cierta y tristeza resignación en la voz de los egipcios cuando te dicen esto. Se han acostumbrado a ser elogiados por cosas que están lejanas en el tiempo, el pasado faraónico, las grandes mezquitas, la modernización de la ciudad a finales de siglo XIX y principios del XX, con sus calles modernas y sus edificios como los que podemos encontrar en nuestra Gran Vía madrileña, la París africana.
— ¡No lo hemos hecho nosotros! —te dicen cuando les ponderas la importancia de lo que ves.

Hay que convencerles de que no es un problema de quién ha hecho las cosas hermosas o importantes. Necesitan urgentemente recuperar esa autoestima que las dictaduras pisotean. Tienen muchos motivos para sentirse orgullosos y, lo que es mucho más importante, sienten la necesidad de estar orgullosos. El “Proud to be Egyptian” es una afirmación de ese deseo. Sin él, no es posible más que la melancolía frustrante del pasado glorioso que, en el caso de los egipcios, es doble.
El orgullo no debe venir solo de los monumentos, de lo espectacular. Hay pueblos que aportan ideas y ejemplos y los egipcios lo están haciendo. Ese puñado de taxis que se han transformado en bibliotecas para aprovechar los atascos de esa urbe gigantesca que es El Cairo son una muestra de ese deseo de cambio, de transformación social que debe recorrer todos los estratos de la vida.
El centro de la sociedad no está en los parlamentos, en la vida política. Eso es un elemento importante, pero no es más que el reflejo de la voluntad general de los pueblos. Esa misma voluntad es la de cambiar todos los rincones, los que están al alcance de nuestras manos. Los políticos deben hacer su tarea, pero un país es cosa de todos. Son las grandes leyes y las pequeñas transformaciones de lo cotidiano, porque tras ambas debe estar siempre el corazón de la gente, su deseo de vivir un poco mejor cada día y compartirlo con los demás. El taxista del que partió la iniciativa es un buen lector y también un buen ciudadano y quiere que los demás ciudadanos que suben a su taxi puedan bajarse de él un poco mejores de como subieron. Si cada uno trata de transformar su entorno inmediato, todos viviremos mejor.
Es ese deseo de mejorar a los que te rodean, de hacerles mejores y más felices, el que es garantía de progreso. Llevamos demasiado tiempo invirtiendo en egoísmo y no da resultado. Por eso, la iniciativa es poderosa por lo que tiene de apuesta personal y social, por muy anecdótica que pueda parecer.
Al eslogan “orgulloso de ser egipcio” habrá que añadir un “orgulloso de tener amigos egipcios”. Así me siento yo.


jueves, 27 de octubre de 2011

Lo viejo y lo nuevo

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Te lo preguntan constantemente:
—¿Te gustan las canciones antiguas o las modernas?
O también la variante:
—¿Qué películas te gustan más, las antiguas o las nuevas?
En realidad, la pregunta es un test sencillo de gran alcance por lo que representa de cuestionamiento permanente. Yo siempre les contesto lo mismo: “Me gustan las viejas canciones cuando son buenas y las modernas también si son buenas. Lo importante es que sean buenas”. Y les añado:
—También antes había canciones malas, pero solo nos acordamos de las buenas. Así parece que todas las viejas canciones fueron buenas. Pero es que nos olvidamos de las malas.

Captan rápido lo que les quiero decir y asienten. El argumento les parece convincente. Por mi parte es sincero, no hay ningún juego retórico para escapar por la tangente. Es lo que pienso. En un país que lucha por mantener su revolución, la preocupación por lo nuevo y lo viejo es normal. Es el reflejo de una inquietud profunda por su propio futuro, una intranquilidad por lo que han de quitar y mantener. Es es "fifty-fifty" con el que te contestan los taxistas cairotas cuando preguntas sobre la situación. Es ese estar en el filo, entre lo viejo y lo nuevo, entre dictadura y libertad, como funambulistas sobre el alambre en el circo de la Historia.
Su curiosidad es sana. Mientras comemos, en el monitor que hay en alto en la esquina ponen vídeos de esos cantantes árabes híper masculinos, con sus gafas oscuras, sus camisas abiertas, y con mujeres que les esperan junto a brillantes coches descapotables.

—-¿Te gusta Tamer Hosni?
—Solo cuando canta con Sherine –les contesto. Se ríen. No me olvido de la metedura de pata de Tamer, convencido por el régimen, de que usara su influencia con los jóvenes para decirle a los egipcios que ya habían tenido bastantes mejoras y que levantaran sus reales y reivindicativas posaderas y se fueran del Tahrir a su casa. Luego, el llanto desconsolado del cantante al ver cómo le habían utilizado. No sé si estos vídeos son antiguos o nuevos. Al menos, los siguen escuchando. Bromeo sobre su entrecejo, que ejerce una gran fascinación. Cuando me preguntan si lo conozco, me llevo un dedo a la frente y uno con él mis cejas. Se ríen y me dicen que sí, que es ese. Los clips se suceden como fondo de nuestra comida. Deliciosa comida en la mejor compañía.
—Los chicos egipcios van al gimnasio, pero van las chicas a la universidad –les digo-. Eso está bien.
—Sí, pero a las chicas nos gustan que vayan al gimnasio.
—Ya… Y las chicas que van a la universidad suspenden por pensar demasiado en los chicos que van al gimnasio…
—Sí… Eso sí.
Hace dos años me preguntaban por la música en español que escuchaban, por Juanes, por Enrique Iglesias, Alejandro Sanz…, los ídolos pop hispánicos. Ahora me examinan de la música árabe y se ríen cuando les doy mis opiniones sobre sus ídolos pop y les digo cuáles me gustan. Les hace gracias ver que estoy al tanto. El que se conozcan sus cosas les resulta gratificante.

Les sorprende que me lleve viejas películas egipcias y a veces tratan de adivinar las que he conseguido. Finalmente, las identificamos. El cine egipcio fue un vehículo importante, valorado en todo el mundo árabe. Sus actores y cantantes se convirtieron en figuras muy populares.
La época de Mubarak ha sido de estancamiento y regresión en casi todo. El cine clásico sigue siendo muy valorado y sus figuras muy familiares. Mucho más que en España, en donde ese viejo “cine de barrio” ha desaparecido prácticamente y es ignorado por las nuevas generaciones de forma absoluta. Les animo al subtitulado de películas para que los españoles no tengamos que verlas con subtítulos ingleses o franceses. ¡Queda tanto por hacer! Les encanta el español y les digo que me emociona ver cuánto les interesa conocer la cultura española, cómo se han tomado lo nuestro.

—Tenéis la responsabilidad de enseñar todo lo bueno que tenéis aquí a los que hablan español –le digo- y también de traer todo lo que os pueda interesar para mejorar vuestro país.  Nunca tenemos todo. Cuando aprendéis una lengua, sois un puente. Cuando leáis un libro que os guste, un poema, cuando escuchéis una canción, veáis una película…, pensad: los españoles no conocen esto. Enseñádselo.  Y si encontráis algo en español que os gusta, que os interesa a vosotros, a Egipto, traducidlo al árabe para que lo podáis disfrutar, aprovechar y conocer todos.
El futuro de Egipto y de la zona está en estos jóvenes que aman lo suyo y lo ajeno, que no son sectarios, que han logrado vencer enormes barreras de errores y malentendidos,  que entran a formar parte del mundo después de que las dictaduras los dejaran reducidos al aburrimiento cultural y a la inoperancia política.
Es mi primera visita tras la revolución, deseo frustrado varias veces de compartir con ellos esa ilusión que  percibí la primera vez que pisé aquel país. Y se lo repito siempre a ellos: “¡Sois el futuro; el cambio es vuestro! ¡Decid lo que pensáis porque si no otros los harán por vosotros!” Necesitan canalizar su propio liderazgo, salir de la espiral del respeto que les arrastra hacia el silencio. Se han ganado ese derecho.
Tienen que darse cuenta de que las canciones, viejas o nuevas, son importantes; pero que lo realmente importante es que sean ellos quienes las canten. Es su voz la que hay que escuchar.
Cuando estoy en el aeropuerto, junto a la sala de embarque, un grupo de turistas japonesas se hacen retratos frente a una enorme fotografía de cientos de jóvenes manifestándose por su libertad. Lleva un texto del presidente de Austria valorando extraordinariamente lo hecho por los jóvenes egipcios y pidiendo un Nobel para ellos. Las turistas saben bien lo que están haciendo, por qué se hacen esas fotografías con los jóvenes de fondo. La revolución es un monumento más del que se pueden sentir orgullosos. Yo, por mi parte, fotografío a las japonesas para enseñárselo a ellos.
Y el momento me compensa algo la tristeza de la partida.



Las turistas japonesas se hacen fotografías junto a los revolucionarios del cartel del aeropuerto


miércoles, 26 de octubre de 2011

El desierto inmisericorde

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Se anuncia el entierro de Muamar el Gadafi en algún lugar secreto del desierto libio. Las imágenes crueles con los que las televisiones nos regalan, alejadas de cualquier pudor, nos sumergen con brutalidad en las consecuencias directas de las dictaduras, en la inmundicia de lo peor de la naturaleza humana llevada hasta el extremo. No hay nada sorprendente, solo la lógica aplastante de la generación del odio y la venganza. La exhibición de su cadáver , junto al de su hijo, en una cámara frigorífica ante la que aguardaban cientos de personas con sus móviles preparados, listos para tomar la imagen de su vida, el momento inmortalizado junto al dictador, reducido ahora a una masa inerte.
Gadafi cayó desde lo más alto de su egolatría hasta el duro y sucio suelo de esa cámara frigorífica, convertida en infierno helado, destino irónico. No creo que pueda existir mayor degradación, una inversión tan grande de la vanidad humana que la experimentada por el dictador.
El avance en la construcción de una civilización de la imagen ha hecho que queden lejos las exhibiciones anteriores de la brutalidad aplicada a los dictadores. Las imágenes que nos llegan desde la memoria visual del derrocamiento quedan cortas ante esta reconstrucción poliédrica de los hechos desde cada uno de los móviles con los que fue grabada y fotografiada. El sueño obsesivo de Gadafi de estar rodeado de cámaras que inmortalizaran sus más mínimos gestos, finalmente, se cumplió con toda la obscenidad a la que se puede recurrir.
Nuestra anticipación de una muerte -gran finale-, en Gadafi en los infiernos, un final como el de Don Giovanni, en el que el puño dorado, que gustaba de usar como representación de su poder, saldría de las entrañas ardientes de la tierra y los arrastraría hasta el fondo entre estruendos orquestales, su final soñado, se ha visto sustituido por ese otro final bufo con el que el dictador es reducido a un perro acosado cuya voz de falsete pide clemencia inútilmente. No hay grandeza, ni justicia, ni ejemplaridad: no hay consecuencias más allá de los hechos, ni deseados ni deseables. Solo la lógica camusiana en la que el reflejo del sol en la hoja de un cuchillo provoca la violencia y la muerte.


Un entrevistado anónimo, una voz de coro griego, protesta por el gasto inútil de enterrarlo. Reclama dejar su cadáver a las alimañas, que den cuenta de él. Que los dictadores pierdan su humanidad no debe hacer que perdamos la nuestra. La imagen televisa de una mujer que se cubre la nariz con el velo mientras sostiene firme su cámara fotográfica con la otra simboliza bien la primera parte del epílogo del drama libio. Los dictadores huelen mal en vida y se descomponen como cualquier otro cadáver. Muertos, dejan de regirse por leyes divinas autoproclamadas, por mitos ególatras, y quedan reducidos a la materialidad vulgar que rechazaron en vida. Atrás quedaron uniformes y medallas, charreteras y fanfarrias. Nada.
Ninguno de los dirigentes mundiales que lo abrazaron en vida, ninguno de los que le autorizaron a instalar su jaima en los jardines presidenciales, ninguno de los que aceptaron sus regalos envenenados…, estará allí, en ese lugar secreto del desierto, en el que será finalmente arrojado su cadáver, sin gloria y sin pena. Gadafi, el dictador que exigía ser amado, ha caído como caen los simples fardos de basura arrojados sin cuidado en un desierto convertido en vertedero. Solo cabe esperar que el ejercicio del cinismo no evite que lo entierren con la profundidad suficiente.
No me da pena Gadafi. Me apena la forma en la que los dictadores siguen degradando desde la muerte a sus víctimas haciendo que se manifieste en ellas el odio extremo, la repugnante crueldad, el exhibicionismo infame al que quieren acostumbrarnos estas televisiones que padecemos, incapaces de diferenciar entre la noticia y el vómito, entre la Historia con mayúsculas y el reality con minúsculas.
Anoche, al pasar frente a la sede de la Liga Árabe en El Cairo, no eran ya las banderas de Libia las que se manifestaban celebrando la muerte de un cruel tirano de opereta reducido al tremendismo. Las banderas levantadas eran las de Siria que, animadas por el estruendo de la caída de otro dictador, reclaman la desaparición del suyo dentro del extraño ritmo con el que están desmoronándose una tras otra, cada una con su estilo, pero todas con el mismo fin.

Lo sirios sienten que su tiempo ha llegado, que el entierro en algún lugar perdido del desierto de un dictador es la señal de partida para que comience el acto final de su propia tragedia. La historia se repetirá, pero como siempre lo hace, con apariencia de diversidad y lógica repetitiva. 
Solo la muerte no tiene lista de espera. Los dictadores lo saben y acuden, inquietos, a la ceremonia final sabedores de que es cuestión de tiempo y que les aplicarán la medicina que recetaron sin mesura en un agujero en un desierto inmisericorde.

lunes, 24 de octubre de 2011

No es tuya ni de nadie

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Nadie dice que la democracia sea fácil.  Ni fácil ni perfecta, por humana. Tampoco es lo que yo quiero, sino lo que nos damos. También importa que los otros me dejen seguir intentándolo, me escuchen y yo a ellos. Para algunos, las democracias son débiles porque son inciertas. Las teorías que, desde Platón, ven en el gobierno el ejercicio de la verdad y no el de la opinión, se equivocan. Las democracias son pura opinión, aunque se les exija eficacia. Hay democracias empecinadas en el error, pero deben tener la oportunidad de salir de él. Los regímenes en los que no es posible salir de error suelen ser dictaduras maquilladas.
Se gana por goleada, como Cristina Fernández, o por los pelos. La democracia, sin embargo, no diferencia el respeto por los votos. Lo exige siempre. Y tiene, por eso, algo de deporte a la antigua. Sufre actualmente, también como los deportes, del excesivo comercialismo y la profesionalización. Lo primero significa que se construyen mediáticamente sus candidatos, seleccionados por su telegenia, y obligados a hablar siempre desde la imagen y las audiencias. El segundo aspecto implica su limitación en la experiencia de la vida y la lucha por el poder seguir ahí como única meta.
En algunos lugares han oído hablar de ella, de la democracia, y les suena más o menos. En otros se les ha olvidado cómo era. Algunos votan mecánicamente, medio dormidos, como el afeitado de la mañana; otros acuden primerizos y nerviosos por temor a equivocarse. Hay democracias clásicas y democracias tuneadas, sobrias y coloristas. Las hay obligatorias y solo la enfermedad te libera de no ir a votar; otras, es cosa tuya.
Pero lo que debe estar muy claro es que la democracia no empieza ni acaba en las urnas. Va más allá y exige el respeto permanente entre los que compiten y hacia los que la sostienen con sus deseos e ilusiones. Es absurdo hacer castas democráticas.

Los que asumen la representación de los demás, lo hacen con un gran compromiso, como al que le dejan el vehículo, y procura devolverlo sin un arañazo. Porque la democracia, como el vehículo, no es tuya; siempre es prestada. Su generosidad no es la del ganador de la batalla, que va perdonando vidas. Por el contrario, lo suyo es la humildad.
Si después de leer todo esto llegamos a la conclusión de que es un bien escaso, diremos que sí, que efectivamente no abunda. Por eso es importante recordar no solo cómo ha sido, sino también cómo nos gustaría que fuera. Por su propia naturaleza, en la que está el diálogo como esencia, debe buscar el acuerdo que beneficia al máximo y dejar fuera a los que pretender favorecer a los menos.
La democracia,  en sí, es sencilla. Lo que no lo es tanto es esa voluntad de poder, como decía Nietzsche, con la que venimos de fábrica al mundo; ese deseo de imponernos a los otros, de silenciarlos y reducirlos a marionetas o juguetes rotos. La democracia es humana, imperfecta. No es obra de la sabia Naturaleza, sino de la más engreída de sus criaturas.
No te la apropies.


domingo, 23 de octubre de 2011

Aquí no asoma nadie

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Mientras escribo estas palabras en mi habitación de El Cairo, la televisión del hotel me muestra las quejas de los ciudadanos de Lorca, la ciudad que tembló, y que ahora tiembla de nuevo, pero esta vez de rabia. Hay edificios sin demoler, con gente en peligro viviendo en su interior, porque no han llegado los recursos para que puedan acceder a un alquiler. Por aquí han venido todos, dice una vecina, y na’. Todo es una mentira, repiten.
El caso de Lorca es un ejemplo de lo que nos pasa. Los agujeros de las casas dan a la calle y ellos siguen ahí, esperando olvidados a que los políticos se dejen de discursos y lindezas y se dediquen a solucionar los problemas que tienen delante. Muchos se han quedado con el agujero, pero si casa, es decir, en la misma calle, con la casa derribada porque era un peligro. Otros sin casa, pero con hipoteca. Varias familias se han refugiado juntas en las casas de campo, en convivencia obligada. Ya han pasado cinco meses y cada uno sigue como puede, entre apuntalamientos, rezando porque no se vuelva a mover la tierra.
La gente, dicen, ha recibido ayuda de la solidaridad ciudadana; del Madrid, que fue a jugar un partido para recaudar fondos; galas benéficas con cantantes que echan una mano… Poco más. Todo ha quedado en los papeles oficiales y por el camino. Como el Guadiana, las ayudas se sumergen y esperan a reaparecer en momentos mejores. El reportaje de RTVE indigna realmente. Hace ver la falta de operatividad de unos políticos que solo visitan y dejan en manos de las instituciones administrativas la solución que no llega. Sin fondos o motivación, a veces ninguna de las dos cosas, poco hacen y poco se puede hacer, porque cada uno va por un lado. Funciona mejor, nos dicen, la solidaridad. Triste y aleccionador. Suma y sigue.


No sé si las caravanas electorales pasarán esta campaña por Lorca, pero, como no han recogido todos los cascotes, yo no me acercaría mucho, por si acaso, no vaya a ser que tras cinco meses de jornada de reflexión sobre el asunto, hayan llegado a conclusiones peligrosas.
Aquí no asoma nadie. Esa es la frase que define la situación. Vinieron a hacerse las fotos y ya no volvieron. ¿Para qué?
El siguiente reportaje de la televisión de todos me ayuda a superar el trago del anterior. “Alguna gente buena” nos muestra a gente que dice ser tan egoísta que ayuda a los demás porque se siente bien haciéndolo. También es aleccionador y muestra la distancia que hay entre una clase política que ha perdido el rumbo de tanto mirarse el ombligo y el resto. Una de las participantes da con la clave sencilla. Distingue entre el “marco legal”, en el que otros se escudan, del “marco moral”, que es el que ellos han decidido utilizar.
Las ayudas no llegan a Lorca porque llegan antes los fotógrafos y es suficiente para algunos. El día en que no se deje entrar a un político en un pueblo afectado de un desastre si no viene con las ayudas en la mano, habremos comenzado a instruir a estos habladores en los principios de la eficacia, ya que la gente tiene claros los de la solidaridad.
Aunque Sarkozy no anime y Merkel nos perdone, nosotros no debemos hacerlo.



sábado, 22 de octubre de 2011

Vocación

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
El entusiasmo de los alumnos es el alimento del profesor. La maldita máquina en que hemos convertido el sistema educativo, un sistema de recompensas y castigos, está matando la ilusión de aprender sustituyéndola por el deseo codicioso de rentabilizar lo aprendido. Pretendemos  convencerles de las bondades de nuestras materias prometiéndoles futuros beneficios y rentabilidades de sus inversiones.  Somos vendedores de seguros culturales.
Por eso cuando recibí una llamada rápida de mi amiga por si quería darles una clase improvisada a los alumnos de cuarto, dije que sí y me fui al edificio exterior. Cruzamos la avenida con alto riesgo y llegamos al aula en la que  esperaban sesenta o setenta alumnos que tenían la curiosidad de recibir aquel día a un profesor extranjero. Algunos habían estado en la  clase que había dado anteriormente y me sonreían diciendo, bueno, aquí estamos otra vez.
A mi pregunta de sobre qué debía hablar, me respondieron: explica para qué sirve todo esto. Probablemente sea esa la pregunta más difícil en una gran cantidad de materias, la que más veces se piensa y la que menos veces se responde. ¿Para qué sirve la Literatura, la Filosofía, las Artes…? Parecemos esas personas que echan a andar y de repente se paran y se preguntan a dónde iban. La pregunta sobre el sentido es una pregunta que solo se hace cuando se ha matado la vocación, palabra que ha desaparecido del vocabulario docente, que suena cursi y a seminario o a ¡vaya usted a saber!

No deja de ser trágico que no lleguemos a encontrar sentido a mucho de lo que hacemos o si quiera a por qué lo hacemos. Mientras que hay disciplinas que se justifican por las ganancias que nos reportan, otras no logran remontar los rápidos voraces de la vida. La idea de vocación, de hacer algo o sacrificarse por la mera satisfacción del placer que nos causa, la idea de compromiso propio o con los demás por encima de cualquier otra circunstancia pasó a mejor vida. Muchos eligen, carentes de vocación, aquellas profesiones, actividades, etc. que les traen mayores probabilidades de ingresos y fama.
Aquel que tiene la suerte de poder hacer su trabajo con ilusión se merece ser feliz con él y disfrutar y contagiar su alegría a los otros. Casi nadie lo entiende, porque odiamos el trabajo y lo hemos convertido en una enfermedad cruel, individual y social.
En el sistema educativo se paga especialmente esta desidia porque si hay algo que necesita de vocación es la enseñanza. Hemos cercado la profesión acusándola de ejercerse por aquellos que no tienen una opción mejor. Como castigo, le hemos robado aquello que siempre había sido la garantía de su valor vocacional: el digno derecho a no hacerse rico. Convertida en una actividad en la que no se gana dinero, se respetaba al buen maestro porque se le concedía el verdadero amor a su profesión. Desde los años ochenta, recuerdo haber escuchado los términos invertidos, condenándola a ser desprestigiada por lo mismo por lo que antes era respetada: porque no se ganaba dinero, porque quien la ejercía estaba allí porque amaba su profesión, es decir, transmitir a otros lo poco o mucho que supiera con la honestidad sincera.


No tiene nada de particular que la gente se pregunté para qué sirven las cosas cuya apariencia primera es la de la inutilidad o no se realizan en función de su rentabilidad, sino de la satisfacción, que es algo muy diferente.
No sé si aquellos alumnos cairotas que me seguían con la mirada mientras me movía arriba y abajo por el aula  durante las casi dos horas siguientes, quedaron convencidos de algo. Sí pude ver en los ojos de algunos el brillo del reconocimiento de que alguna de las cosas que yo les contaba las habían sentido durante un instante, en algún  momento de su vida.
Hay actividades cuyos beneficios no son materiales ni visibles directamente, pero cuya intensidad y satisfacción llegan desde el interior. El camino que eligieron no debe ser mejor porque alguien se lo diga, sino que deben buscar las evidencias en las satisfacciones que les produzca comprender y transmitir a los demás su conocimiento con pasión, la que les traiga el placer altruista de compartir contra viento y marea, contra el desprecio de algunos y la indiferencia de otros, todo aquello que ellos aman. La educación es uno de esos campos que necesitan del amor, y solo se puede ejercer así si se tiene el compromiso de crear un futuro para los que tienes delante. La educación debe ser futuro, provocar cada día el deseo de un mundo más allá del aula.
Hay materias cuya justificación está en su utilidad, sí, pero hay otras que en cambio, solo se justifican en el entusiasmo que provocan en quien las transmite y logran contagiar a quien las recibe. Así que, si te gusta lo que enseñas, no temas que te tomen por loco cuando te vean explicar con gran entusiasmo algo que nadie acaba de entender para qué sirve. No importa lo que les digas, pero ellos valorarán esa locura que te posee y tú intentas transmitirles. Que vean que tienes vocación, que amas lo que haces. Y aprenderán a amarlo contigo.