martes, 13 de diciembre de 2011

Los perros


Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Escribe Imre Kertész:

Los recuerdos son como perros abandonados, vagabundos, nos rodean, nos miran jadean, aúllan alzando la vista a la luna; querrías ahuyentarlos, pero no se marchan, te lamen ávidamente la mano, y cuando les das la espalda, te muerden… (101)*

La capacidad para hacer que esa jauría de perros imaginarios que nacen de nosotros mismos se domestique, se vuelva dócil y obedezca nuestros deseos es muy limitada. Nuestra relación con los recuerdos es más complicada que nuestra relación con el pasado. Lo pasado es lo ocurrido; los recuerdos, nuestra vivencia subjetivizada. Podemos falsificar nuestro pasado reescribiendo o destruyendo nuestros documentos, nuestra historia oficial. Los falsos recuerdos, por el contrario, nos falsifican irremediablemente. El falso recuerdo es indistinguible del recuerdo verdadero porque ambos se presentan con los mismos ropajes, con los mismos avales de autenticidad. Porque el recuerdo no necesita ser verdadero, simplemente  vuelve, aunque sea de ninguna parte.

Falsificamos, modificamos nuestros recuerdos de forma constante. Ni si quiera hay maldad en ello. Lo hacemos para poder sobrevivir ante el tribunal del presente, tribunal compuesto por los jueces implacables de la necesidad. Ante la imposibilidad de engañarnos conscientemente, lo hacemos de forma inconsciente reajustando todo aquello que nos resulta demasiado doloroso o que no encaja con nuestro momento presente. Porque, no lo olvidemos, vivimos siempre en el presente. El pasado, como los sueños, vienen de visita, presencia incómoda de la que no siempre es fácil librarse.
Cuando los perros nos muerden demasiado fuerte, los recuerdos se transforman. Algunos, modificados, acaban aplacando con sus lametones la zona dolorida. Pero esas transformaciones en la jauría pueden acabar convirtiendo nuestro mundo en una fantasía cada vez más complicada, cada vez más difícil de mantener en la coherencia ilusoria. Por eso el arte de saber manejar los recuerdos no es sencillo. Es el recuento de nuestros errores y extravíos, de nuestras malas decisiones y nuestras elecciones fatales, y sobrevivir. El recuerdo es la gestión de lo vivido. Se vive en un instante; se recuerda toda la vida. El perro nos sigue, ya no nos abandona. Hay que vivir con él, entre lametones y mordiscos.

La otra posibilidad es el olvido. El tiempo lo cura todo, decirnos. Pero el olvido no es más que el disfraz de lo intranscendente. Olvidar —querer olvidar— es convencernos de que algo no tiene ya importancia. Otra falsificación. El tiempo solo cura lo que puede curar y olvidar es alejar a los perros arrojándoles algo con lo que puedan entretenerse un rato. Pero siguen aullando cada vez que esa luna asoma en el cielo. Como ella, el recuerdo puede regresar cada noche, menguante o lleno, brillante o tapado por las nubes.
Avanzan los estudios sobre el cerebro, sobre su estructura y funcionamiento, sobre su química. Somos nuestra memoria. Ese extraño verbo —ser— que nos permite vivir una identidad, adscribir las sensaciones y vivencias diarias a un cuerpo que tiene conciencia de sí mismo, de lo que siente y padece, de lo que vive y de su relación con otros, es el gran invento del lenguaje, la cima de la creación cerebral. Ser. Con el lenguaje etiquetamos, modulamos, damos sentido a las emociones, mecanismo más elemental del recuerdo, que clasifica la experiencia en agradable o desagradable. Nosotros, rodeados de emociones, las repartimos entre palabras para hacerlas manejables, para que haya un yo que diga yo soy.
Incapaces de librarnos de la jauría, hemos logrado poner nombre a los perros.

* Imre Kertérsz (2010): Yo, otro. Crónica del cambio. Acantilado, Barcelona.

Perro salvador de náufragos

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