martes, 20 de diciembre de 2011

Las promesas de la noche


Joaquín Mª Aguirre (UCM)
La noche es un momento terrible. En la mente de los que luchan, junto con el cansancio, llegan las dudas, los temores, el miedo al error, a la condena social, a la soledad. Son temores que en silencio llenan la oscuridad. Me dicen hace unos minutos que de nuevo, sobre las cuatro de la mañana, llegan los sonidos de disparos desde el Tahrir. La noche agranda los sonidos y se buscan como forma de sembrar el miedo, como manera de minar la confianza. La imaginación cansada agranda los fantasmas que poco a poco nos rodean. Eso lo saben todos los ejércitos del mundo. Un solo disparo en la noche desata la imaginación de los que lo escuchan. Y esa bala impacta sobre las seguridades, que se resquebrajan. Los heridos de la imaginación, aquellos a los que el sonido de las balas derrumba, quedan muertos en sus casas y en la mañana carecen de la fe que les hace vivir su lucha. Cada noche, un disparo acaba con muchas ilusiones. Por las heridas de la duda se escapan las ilusiones y muchos acaban desangrados. Así es la noche interrumpida por el sonido de las balas.
William James escribió en Pragmatismo:

Si el presente y el pasado fueran puramente buenos, ¿quién no desearía que el futuro se pareciera a ellos? ¿Quién desearía el libre albedrío? ¿Quién no diría con Huxley: «dejadme andar recta, fatalmente, como un reloj al que se le ha dado cuerda y no pido mejor libertad»? La «libertad» en un mundo ya perfecto solamente significaría libertad para ser peor, ¿y no sería insensato desear tal cosa? Ser necesariamente lo que se es, no poder ser en modo alguno otra cosa, daría el último toque de perfección al universo del optimismo. Sin duda la única posibilidad a que racionalmente se puede aspirar es a la de que las cosas sean mejores. Esta posibilidad, apenas necesito decirlo, tenemos amplios motivos para desearla tal como va el mundo.
Así pues, el libre albedrío carece de significado a menos que sea una doctrina de consuelo. Como tal, tiene su puesto al lado de otras doctrinas religiosas. Conjuntamente, edificarán lo perdido y repararán las antiguas desolaciones. Nuestro espíritu, encerrado dentro del recinto de la experiencia sensible, está continuamente diciendo al intelecto que está en la torre: «Vigía, dinos si la noche tiene promesas», y el intelecto le contesta con términos prometedores. (85)*

El texto de James —de una gran belleza intelectual y literaria— es un recordatorio de que la libertad solo tiene sentido en un mundo imperfecto y que surge del deseo de cambiarlo. Los que han sido heridos por los disparos en la noche deben escuchar las promesas nocturnas del vigía que nos alerta de un fatalismo de lo peor, de ser conscientes de que el mundo está mal y no desear cambiarlo. Ese es el auténtico escándalo, la auténtica victoria del reino del mundo peor.
Por eso los que agotados por los días de lucha, por la incomprensión de los que les rodean, que buscan las formas de acallar sus propias conciencias ante el horror de lo que tienen delante; aquellos a los que el sonido de los disparos llama al olvido, a la tentación de dejarse arrastrar por la riada del mundo peor, deben escuchar las promesas del vigía, que no es otro que la conciencia de su libertad.
La prueba de nuestra libertad —de su sentido—, nos dice James, es que no nos gusta el mundo. Si renunciamos a cambiar lo que no nos gusta,  si nos dejamos convencer de que lo malo es irremediable, nos sumergimos nosotros mismos en el río de la estupidez, en el flujo de la desidia, que nos arrastrará como a las ramas muertas, como a las basuras que encuentra en su camino hasta acumularnos en las inmundas playas de ese mundo de lo peor.


Los egipcios que se dejan la vida en las calles, no son luchadores absurdos que se enfrentan infantilmente a un mundo perfecto. Realizan la dolorosa labor de demostrar de forma pragmática que en Egipto no han cambiado tantas cosas como se quiere hacer creer. Las imágenes de la dureza, de la crueldad infame de la represión, demuestran que los que antes lo hacían solo esperaban las órdenes para volver a hacerlo. Siguen ahí, en los mismos puestos, realizando la misma labor. No han entendido —o no les importa— que ese era el sentido de la revolución de enero, el echar de la vida de todos el derecho a apalear, a humillar, a matar, en las calles, comisarías o cuarteles. Y ese es el sentido del martirio que están sufriendo muchos: la verdad práctica de que siguen ahí los mismos que estaban, que solo cambiaron de jefe.


El duro camino de la libertad comienza con la negativa a aceptar que lo malo sea lo bueno. Somos libres para poder cambiar lo malo del mundo. Y el primero paso es ser consciente de sus defectos, nos dice William James. Al que nada le parece mal, todo le parece bien. Si todo está bien, ¿para qué cambiarlo? La voz del vigía debe acallar las dudas y miedos que siembra el eco de los disparos. No, el mundo no está bien. Y de eso se trata; intentan convencerte de que no puedes cambiarlo, de que lo dejes así. Esa es la victoria que buscan, la misma de los golpes en un interrogatorio, que confieses agotado que el mundo está bien, que solo tú eres el culpable del desorden del mundo, que es tu negativa a aceptarlo lo que trae la infelicidad a los demás. Tú, de repente, eres el obstáculo, el paria, el espía, el conspirador, el mal.
A veces el espacio de una plaza se reduce al espacio de los corazones. Pueden desalojarte de las calles, pero no pueden evitar que levantes en tu corazón un Tahrir de justicia. Es la batalla que nunca debes perder, el lugar del que nunca te desalojarán.
Así que cuando escuches de nuevo, a las cuatro de la mañana, disparos y explosiones, piensa en que cada uno de los que caen lo hacen porque no aceptan que el mundo sea perfecto y su libertad no tenga sentido. Cada disparo, cada golpe, cada herida, cada muerte, cada nuevo detenido… es la constatación de que tienes razón.

* William James (2002): Pragmatismo. Un nuevo nombre para algunos antiguos modos de pensar. Folio, Barcelona.


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