domingo, 27 de noviembre de 2011

Un libro: Breve historia de la euforia financiera, de John Kenneth Galbraith


Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Leer de nuevo a John Kenneth Galbraith es un recordatorio de lo que el tópico califica como “de triste actualidad”. Es sorprendente que en este librito, de no llega a 150 páginas, se esconda en dos principios, la base de la desgracia económica en la que nos vemos reunidos. Galbraith es un caballero y prefiere no abusar de llamarlo demasiado por su nombre: estupidez. Hay variantes en la calificación, pero todas van a lo mismo. No aprendemos nunca.
La estupidez histórica (o la personal) tiene sus propias pautas y la pauta es lo contrario del azar. La mayor parte de las cosas malas ocurren más por estupidez que por azar. Puede que no podamos prever dónde caerá un rayo, pero sí dónde poner un pararrayos. La estupidez consiste en ahorrarse el pararrayos o en ponerlo en un lugar absurdo. La estupidez consiste en convencerse de que es una estupidez tener un pararrayos.
Cuando se lee esta historia de la euforia financiera se comprenden ciertas pautas. No son las de la Historia, que la escribimos nosotros, sino —como señalábamos— la constancia del error por la incapacidad de exorcizar nuestros malos hábitos, instintos o como quieran ustedes llamar a nuestra tendencia a pensar que el mundo debe ceder siempre a nuestros deseos y no al contrario.

La historia de la “euforia financiera” es la de las “burbujas”, desde sus orígenes hasta anteayer, dado que el libro está escrito a finales de los ochenta y principios de los noventa, dando cuenta de la burbuja de entonces. En cuanto a burbujas, es preocupante señalar, que en esta apenas hemos innovado nada en materia de estupidez, algo que es verdaderamente preocupante, porque una de las bases de su repetición es, precisamente, su capacidad para camuflarse de sensatez y de normalidad. Esta vez no ha ocurrido así y ya no tenemos excusas con las que camuflar nuestras innegables codicia e impericia en la gestión de los desastres que generamos.
El lío financiero y productivo, con todos los palos de la economía en danza, en el que estamos metidos casi todos, nos demuestra que finalmente se ha globalizado la estupidez. Quizá sea más correcto, desde el punto de vista explicativo, decir que lo que ha ocurrido para que este desastre se diera es la conversión de la ceguera en doctrina oficial, en pensamiento único. Si se tiene alguna duda respecto a esto, puede leerse la siguiente cita del texto:

En Estados Unidos durante los años ochenta el gobierno incurrió en grandes déficit en dos capítulos nacionales críticos: el presupuesto federal y, relacionado con ello, la balanza de pagos. A corto plazo, los resultados son muy satisfactorios: mayores ingresos personales; menores impuestos en comparación con otros países industriales; una grata abundancia de productos de consumo extranjeros relativamente baratos; automóviles, televisores, otros artículos electrónicos, productos textiles y mucho más. Todo se paga con cargo a una deuda exterior acumulativa. Estados Unidos, el mayor acreedor mundial en decenios anteriores, se ha convertido ahora en el mayor deudor del mundo.
Quienes, y eran muchos, elevaron sus voces contra este curso de los acontecimientos no fueron del todo ignorados. Advirtieron la creciente participación del presupuesto en el pago de intereses y el apoyo de una clase opulenta, pero económicamente inactiva. Resultó también evidente que al financiar el gobierno sus actividades, el dinero se puso al servicio de la Bolsa y de la especulación inmobiliaria (especialmente ésta) y, en menor escala, incluso se orientó hacia las obras de arte, y el dinero fácil alimentó una temeraria fiebre de fusiones, adquisiciones y absorciones primadas en el mundo de las finanzas corporativas. Sirvió también para comprar los hoy tan célebres bonos basura (136)

Como puede comprobarse, la repetición multiplicada del mismo desastre con veinte años de diferencia, exactamente el tiempo calculado por Galbraith para que una nueva generación de olvidadizos tome el relevo. Eso sí: con un alcance realmente mayor debido a las herramientas de que se dispone para expandir el desastre. Igual que ocurre con las bombas, ponemos toda nuestra pericia técnica e ingenio en labrar nuestra destrucción aumentando su potencia.
Para Galbraith, como para Keynes y todos aquellos que creen que la Economía solo le pone números al comportamiento humano, es decir, depende de la psique, individual y colectiva, la euforia es un proceso psicológico que debe ser explicado desde nuestra imparable tendencia al autoengaño y a la codicia. La base de las “burbujas”, señala Galbraith en varias ocasiones, está en una secuencia, en una pauta sencilla:

Las circunstancias que inducen a los episodios recurrentes de demencia financiera no han cambiado de ninguna manera realmente operativa desde la tulipamanía de 1636-1637. Individuos e instituciones son cautivados por la satisfacción maravillosa de acrecentar la riqueza. La ilusión asociada a la anterior y que consiste en atribuirse perspicacia, se ve alentada por las varias veces señalada impresión pública de que la inteligencia, propia y ajena, corre pareja con la posesión de dinero. De esta creencia así infundida deriva la acción: acumulación de valores inmobiliarios y mobiliarios o, en fechas recientes, de obras de arte. El movimiento alcista confirma el sentimiento de agudeza personal y de grupo. Y así hasta el momento de la decepción masiva y el hundimiento. Este último, como ya ha quedado suficientemente claro, nunca se presenta de manera paulatina. Va siempre acompañado de un desesperado esfuerzo por escapar, infructuoso en la mayoría de los casos. (128)

Desde la primera gran burbuja, desde la euforia por los tulipanes, por los que se llegaron a pagar cifras astronómicas para la época, el siglo XVII, las características han sido las mismas. La creencia en que se pueden mantener tendencias al alza eternamente arrastra a invertir en algún bien. La euforia se desata por la posibilidad de ser “inmensamente rico”, de poder sumarse al selecto club de los que más tienen. Habría que añadir al mecanismo psíquico descrito por Galbraith otro más: el de no sentirse “inmensamente tonto”, complementario del primero y con el que a veces se confunde. Cualquiera que haya asistido a algún momento de persuasión comercial, sabe que lo primero que debe conocer un buen vendedor es si está ante una persona que responde al estímulo de la riqueza, un ambicioso, o al temor de quedarse descolgado y ser tomado por tonto. Aunque el resultado sea el mismo, la venta, el principio difiere, si bien, una vez perdido el miedo a quedarse  atrás el tonto pueda avanzar espectacularmente en su ambición.
El hecho de que las burbujas modernas comenzaran con flores —los tulipanes en Holanda— puede tomarse como un interesante simbolismo de cómo cualquier cosa puede transformarse en motivo de euforia. Entre las flores y las propiedades inmobiliarias o las Punto-Com no hay diferencias básicas. Cualquier producto puede hacerse llegar más allá del límite de lo razonable. Más dura será la caída cuanto más alto haya sido el salto especulativo.

Euforia y caída de los tulipanes
Codicia y emulación son los dos mecanismos principales. Mediante el primero no tenemos límites en nuestros deseos, Convertidos en auténticos maníacos, nos cegamos pensando que el ascenso no va a tener freno, pero todo lo tiene. Galbraith se sorprende de cómo puede estar la gente tan ciega ante un principio sencillo: en algún momento tiene que bajar. La codicia ciega, evidentemente.

La emulación es el mecanismo que justifica el arrastre necesario para que se produzca la euforia. La creencia en que los ricos son más inteligentes y que son un referente de las acciones hace que se les siga en sus operaciones. Es esta segunda tendencia la que en realidad desata la euforia, la reacción colectiva. Euforia y pánico son los dos movimientos colectivos que provocan el ascenso y el descenso vertiginoso. El deseo de hacerse rico y el deseo de no perderlo todo son formas de precipitar los desastres, ya que uno y otros están vinculados. La admiración por los ricos, su exhibición mediática, su protagonismo permanente, han sido muestras del mal gusto y de la promoción de personajes sobre los que es mejor no saber cómo hacían sus fortunas. Aunque no hacía falta preguntar: te lo contaban. Los ricos con sus lujosas casas y yates rivalizaban en la ostentación en las portadas o los reportajes de los periódicos y revistas. ¿Para qué, si no, ser rico?
El desastre de la euforia financiera se produce cuando las personas cambian lo que poseen  a cambio del objeto de euforia o, lo que es peor, hipotecan su futuro por tulipanes, o acciones de cualquier fantasía que estalla al poco tiempo dejándoles sin nada o cargados de deudas para el resto de sus vidas.
Tengo la sospecha que las burbujas que Galbraith no llegó a ver, las de los noventa y la nueva década del siglo, si hubo quien supo lo que tenía que hacer, que ya no son movimientos espontáneos, sino inducidos para hacer aflorar las bolsas de ahorro. De la misma forma que el consumismo se enfrenta al ahorro, las burbujas financieras requieren que aflore el capital ahorrado para que el dinero se pierda por el camino, como ha ocurrido con las Punto-Com o la crisis financiera a través de los derivados, en la que es innegable la maniobra y en lo que coinciden todos los analista. La poca presencia de responsables en las cárceles es el mejor indicador de lo cuidado del asunto, de su meticulosa preparación. también de la indefensión en la que estamos.


Señala Galbraith que los desastres de las burbujas se olvidan pronto y que eso hace posible la repetición. Solo de la crisis brutal del 29, nos dice, se guardo memoria y histórica y defensas institucionales, de los estados para tratar de evitar un nuevo desastre. Por eso la llegada del neoliberalismo de la época de Reagan y Thatcher, cuyos efectos estamos viendo, supuso el desmantelamiento de casi todas las barreras defensivas existentes para evitar que se produjeran especulaciones del mismo calibre. ¿Los efectos? Los estamos viendo. Es ya frecuente que se califique nuestra actual situación como la crisis más grave desde la del 29.
Una característica importante señalada por Galbraith es la de los mecanismos exculpatorios, el equivalente a borrar las huellas del lugar del crimen:

De la secuencia claramente establecida de boom y estallido en el siglo pasado provino, en los últimos años, otro empeño de cubrir el episodio de euforia. En efecto la comprensión de aquella secuencia iba a normalizar el episodio: se dijo que el boom y el estallido eran predecibles manifestaciones del ciclo de los negocios. Podía haber manía, como afirmó Joseph Schumpeter, pero la manía era un detalle en un proceso más amplio, y el papel benéfico de la siguiente contracción y depresión había de restaurar la salud normal y expulsar el veneno del sistema, como algunos otros eruditos puntualizaron. Ahora se aceptaban rutinariamente en los cursos universitarios sobre ciclos de los negocios, la alternancia entre expectativas elevadas hasta la extravagancia y momentos bajos. (89)

Los crímenes se disuelven como formas naturales asumidas por las teorías y lo que es responsabilidad de la acción humana se camufla gracias a las maniobras teóricas que reparten el estiércol a lo largo del campo hasta que se produzca el siguiente episodio de euforia, hasta que sea posible de nuevo recalentar la situación que se dinero aflore en las direcciones adecuadas. De esta manera se le han podido echar la culpas a huracanes en Florida o realizar —como nos cuenta Galbraith que hizo el banquero J.P. Morgan en 1907— un llamamiento a que los clérigos de Nueva York incluyeran en sus sermones dominicales recomendaciones de confianza y ánimo.
El problema es cuando, como en nuestro caso, se comienza con una crisis inmobiliaria, con el endeudamiento de particulares) y esa deuda va subiendo por la escala hasta llegar a los propios estados en un mundo globalizado de economías interconectadas. Los bonos basura, de los que ya hablaba Galbraith en la anterior burbuja, la de los ochenta, también comenzaron con créditos hipotecarios basura. El endeudamiento surge cuando no tenemos bastante para conseguir lo que queremos. Y queremos lo que nos meten por los ojos, sin límites, pensando que nunca habrá que devolverlo, que aquello en lo que hemos depositado nuestras esperanzas y dinero tomado prestado —una casa, un tulipán— cubrirá nuestras deudas. Y te animan a ello, vaya si te animan. Nunca piden moderación.
Señala John Kenneth Galbraith:

La segunda razón de que el ánimo y la manía de especulación estén exentos de condena es teológica. En las actitudes y la doctrina aceptadas de la libre empresa, el mercado es un reflejo neutro y preciso de las influencias externas. Se considera que no está sujeto a una dinámica de error que le es propia. En esto consiste la fe clásica. Así pues, existe una necesidad de encontrar alguna causa del hundimiento, pero alejada, o sea externa al mercado en sí. O bien sucede que algún abuso del mercado ha inhibido su normal rendimiento.
[…] En nuestra cultura, los mercados son un tótem, y no se les puede atribuir tendencia o fallo aberrante de suyo. (46)

Quizá esté en esta última idea de Galbraith la respuesta a situaciones actuales. En algunas ocasiones hemos hablado de “soluciones homeopáticas”. Habrá que tener mucho cuidado, no sea que por ese respeto teológico se diagnostique mal la enfermedad y se apliquen remedios que lejos de sanar, coloquen al paciente en una situación peor de la que entró.
Como siempre, es una delicia leer a John Kenneth Galbraith, un gran economista al que, probablemente, un innato sentido de la controversia le llevó a ir en la dirección contraria a la que el barco tomaba rumbo al abismo que todo lo traga, el de la estupidez y el dogmatismo. Parece evidente que, como saben los médicos, lo primero es lavar la herida, eliminar los riesgos de infección que amenazan con quedarse dentro de la herida mal curada.
Si creemos a Galbraith —y tiene la historia a su favor— no aprenderemos nunca y los jóvenes economistas y financieros dedicarán parte de su tiempo a investigar y desarrollar nuevas formas de crear productos capaces de embelesarnos, de sorbernos el seso hasta convencernos de que no existe otra cosa más valiosa que lo que nos ponen delante. Esta usted advertido.

John Kenneth Galbraith (1991, 2011). Breve historia de la euforia financiera. Ariel, Barcelona.152 pp. ISBN: 978-98-344-6952-5.


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