miércoles, 30 de noviembre de 2011

De la Ilustración a la Autoayuda


Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Cuando Kant se planteó qué era la Ilustración en su escrito de 1784, apuntó lo siguiente:

La ilustración es la liberación del hombre de su culpable incapacidad. La incapacidad significa la imposibilidad de servirse de la inteligencia sin la guía de otro. Esta incapacidad es culpable porque su causa no reside en la falta de inteligencia sino de decisión y valor para servirse por sí mismo de ella sin la tutela de otro. ¡Sapere aude! ¡Ten el valor de servirte de tu propia razón!: he aquí el lema de la ilustración. (25)*

El crecimiento desmesurado de los estantes de las secciones dedicadas a la Autoayuda en las librerías de todo el mundo desmiente rotundamente que nos hallemos en una época ilustrada. La proliferación de asesores, tutoriales, asistentes, vivos o mecánicos,  de gente que permanentemente les dice a los demás qué deben hacer y —lo peor— la necesidad manifestada por millones de ser guiados en las cuestiones más nimias, nos muestran que la inseguridad es el gran negocio del siglo XX y se prolonga en el nuestro. El sociólogo norteamericano Christopher Lasch lo supo ver muy bien en la proliferación de los “expertos” en todos los sectores.

La aparición de los expertos es una consecuencia directa de las carencias que aquello que debía liberarnos, la educación, deja en nosotros. El enfoque de la educación como el reflejo de las necesidades del sistema productivo y no como una necesidad de la persona hace que el conocimiento rentable se identifique como aquel que es capaz de generar un beneficio económico. Aprendemos lo que el sistema necesita que sepamos, no lo que necesitamos realmente saber. Eso nos deja desprotegidos por muchos flancos personales. Así nuestras preguntas angustiadas se resuelven con esos libros en los que, por un módico precio, nos refugiamos en sueños artificiales, en fabulaciones personales generadas a granel para sentir esa perversa sensación de que somos especiales. Ya Flaubert dejó en evidencia la vulgaridad de los seres que se creen diferentes, pero nosotros, lejos de aprender la lección, la hemos ampliado hasta el infinito. Somos pasto de aduladores y retóricos, de predicadores de bienes o males, de flautistas que nos embelesan con sus cantos y tonadas, recomendaciones o peroratas. Cualquier cosa menos pensar, cualquier cosa menos ese ejercicio de autonomía que Kant señalaba como necesario objetivo vital y social.

La culpabilidad que el filósofo alemán señalaba se sigue manteniendo porque teniendo al alcance las herramientas que pueden concedernos esa autonomía, sin embargo las rechazamos en pos de los acogedores lazos en los que nos dejamos mecer en sueño infantil prolongado. “Es tan cómodo no estar emancipado”, señalará Kant unas pocas líneas después. Si hay un rasgo que define nuestra época es, precisamente, su inmadurez, pues no es otra cosa el refugiarse en la indecisión, alentados interesadamente por aquellas fuerzas a las que esto conviene.
A diferencia de otras épocas en las que se exigía la sumisión mediante la fuerza, la nuestra se deja seducir por los recomendadores profesionales de todos los órdenes. Esto incluye la política, entendida como un gran campo de seducción y renuncia, y no de crítica y compromiso, como debería ser, y casi cualquier otra actividad, como el arte o el consumo, que ha absorbido a las demás a través de la mercadotecnia.

La comunicación ha alcanzado el nivel de ideología en la medida en que se ha convertido en una herramienta indispensable en un mundo mediático y mediatizado. La forma comunicativa pasa a ser determinante por encima de sus contenidos, como técnica. Puesta al servicio del vacío seductor, la comunicación es lo contrario de la ilustración propugnada por Kant. Esa “tutela del otro” pasa a ser objetivo de una comunicación entendida como seducción y presión. La forma de mantener el contacto permanente es hacer que los que son contactados perciban la distancia como angustia y busquen la proximidad como forma de superarla. Al final, es el mero hecho del “contacto” el que tiene valor psíquico. Vacío de contenido, el contacto suple a la caricia, a la transmisión de seguridad. Pasa a ser un elemento emocional, adictivo y dependiente. Lo contrario de la emancipación razonadora, que olvida las caricias protectoras y te lanza a la vida a equivocarte y madurar.


Los libros de autoayuda son la confirmación de la falta de autonomía, la solución que viene de fuera, la luz exterior frente a la luz interior. La verdadera autoayuda es la que nos buscamos nosotros mismos. El uso de “auto” aquí es casi un sarcasmo. No deja de ser curioso que los llamen de autoayuda cuando los escriben otros; es una muestra más de esta seducción aduladora que nos vende que somos nosotros mismos los que llegamos a resolver algo. La distinción entre “ayuda” y “autoayuda” es la encuadernación, ya que estos libros no son más que obras en las que se vierte la experiencia de los que los escriben. Tienen la virtud de hacernos creer que están escritos especialmente para nosotros —de ahí su peculiar lenguaje directo, en la mayor parte de los casos—, cuando la vulgaridad repetitiva del nosotros que encarnamos hace que ni tan siquiera merezcamos tener problemas originales. El hecho de que se vendan por miles es la certificación de la vulgaridad del problema.
No hace mucho tiempo, una alumna que había leído algunos relatos míos publicados hace unos años me dijo que le habían gustado los cuentos porque eran como de autoayuda. Me quedé sorprendido y preocupado. Entendí que esa era ya la descripción genérica del tratar los problemas característicos de, al menos, dos seres humanos.

* Emmanuel Kant (2000 7ªr): “¿Qué es la Ilustración?”, en Filosofía de la historia. FCE, Madrid.


martes, 29 de noviembre de 2011

The Flying Merkel o la Europa de dos velocidades


Joaquín Mª Aguirre (UCM)
La imagen de aquellos antiguos velocípedos con ruedas de tamaños diferentes podría pasar a ser el emblema de Europa, ya saben, una enorme delante y otra chiquitita detrás. Podría ser peor, dirán algunos, podríamos ir en monociclos, cada uno por su cuenta y subir por la empinada cuesta de la crisis hasta donde se llegue con las fuerzas que tengamos.
Estamos a las puertas de lo que, si se me permite, llamaré “eurosecesionismo selectivo”, y que otros llaman la “Europa de dos velocidades”. Lo que definía “Europa” como unidad posible era el ir reduciendo las diferencias de tamaño entre las ruedas e ir aumentando las plazas, del monociclo al tándem. Peo ahora algunos quieren ir en moto.
El hecho de permanecer unidos bajo una misma enseña, con un mismo manillar, supone unos compromisos conjuntos que no se han tenido en cuenta porque no se ha ahondado realmente en la construcción de la idea europea. Unir países en un sistema de mercado, con la competencia permanente, es decir, la tendencia al desequilibrio competitivo solo se puede sacar adelante si hay una voluntad contraria de reequilibrio. Y eso es lo que falla. Si no se ahonda en lo cultural y lo económico sirve para establecer diferencias, ¿qué queda de Europa?


La base de la Europa de dos velocidades es la idea de que aquí hay gente que no pedalea, de que hay mucho parásito. Es la reacción característica en los tiempos de crisis, la xenofobia distante, la que acusa al inmigrante de quitar puestos de trabajo o de gastar recursos sociales. La eurosecesión selectiva solo puede construirse sobre razones negativas. Lo que carecerá entonces de sentido es la idea misma de Europa, que se volverá absurda. Cualquier forma que establezca que los europeos son distintos anula el concepto de “europeo”. Habremos  creado el clasismo europeísta y eso es el semillero de las discordias futuras, armar de razones a los euroescépticos de verdad, volver a los nacionalismos agraviados y recelosos como política general.
Podemos construir todas la metáforas que queramos, pero hemos pasado de “Europa” a hablar del “eje franco-alemán”, que de un momento a otro podemos descubrir que no es para proteger a los demás, sino para protegerse de los demás. La Europa de dos velocidades no significa más que poner tierra por medio, tratar de huir de los apestados. Deslindar los países sería el fin de la moneda única y, como consecuencia, la desaparición del fantasma europeo. Los países que están planteando esta operación a través de alianzas bilaterales no pueden ignorarlo. La evidencia es que Europa no ha pasado bien su primera prueba de resistencia. Y es lamentable.
Desde el momento en que no se afrontan las reformas sobre los verdaderos causantes de las sacudidas especulativas, no queda más que cortar las partes dañadas antes de que haya más contagios. Sin embargo, de forma ilusa eluden que estos problemas tienen una raíz doble: la indudable responsabilidad de los países implicados en el endeudamiento excesivo, pero también la incapacidad de controlar un sistema especulativo que ha hecho suyo el lema de “las crisis son oportunidades”. Los que manejan estos hilos van por delante, son más rápidos y más listos, no tienen los prejuicios morales o políticos que los estados tienen ante sus opiniones públicas, ni las obligaciones de los tratados. Se les ha construido un tablero global por el que saltan sin freno, donde juegan siempre con blancas.

Este es el drama auténtico, el problema real, que hemos fabricado un monstruo al que no podemos controlar y que nos ha convencido de su bondad teórica y práctica durante décadas, cuando lo que tenemos delante es algo muy distinto: un crecimiento brutal de la desigualdad por la concentración de la riqueza cada vez en menos manos. Hemos creado un universo con grandes bolsas de pobreza a los que vendemos a buen precio su miseria futura. Si se llevan por delante el futuro de millones de personas, no es su problema. Sus problemas se reducen a los que pueden ser reflejados en dos columnas.
En 1902, un fabricante de Milwaukee, Wisconsin, llamado Joseph Merkel, sacó al mercado su primera motocicleta con un pistón, “The Merkel”. Pronto se dedicó a hacer una máquina de carreras competitiva introduciendo diversas mejoras en los bastidores, en la suspensión delantera y la trasera. Merkel produjo una segunda máquina “Merkel Light” y finalmente “The Flying Merkel”, su modelo más competitivo con el que sus pilotos participaban con éxito en las carreras de la época. La compañía se trasladó dos veces de lugar ser comprada por compañías más grandes. El éxito en las carreras hizo que ganaran campeonatos nacionales. Uno de sus pilotos, Maldwin Jones, retó al campeón Erwin G. “Cannoball” Baker a una carrera y lo derrotó.

Maldwin Jones, el piloto y su máquina, "The Flying Merkel" en 1913
El eslogan de su empresa pasó a ser ““All roads are smooth to The Flying Merkel”, aludiendo a la eficacia de su sistema de amortiguadores. “The Flying Merkel” ganó en 1914 la carrera de resistencia entre Chicago y San Luis. El piloto Maldwin Jones  batió también el record mundial de velocidad en Vanderbilt.
Merkel había logrado una maquina muy competitiva y una empresa floreciente que fue adquirida por diversas compañías en 1909 y en 1911, en que se trasladó a Ohio. Un gran éxito deportico y empresarial. Sin embargo, nos dicen los historiadores:

Engineering innovation, high quality, and racing successes were not enough to sustain this progressive endeavor. The onset of war and, a contracting market, and increased competition caused production of The Flying Merkel to falter. The final Merkel machines were produced in 1917.*

A veces las más potentes fábricas, las más potentes empresas y las más exitosas proezas deportivas no son garantía de que la historia no te barra de un plumazo de la faz de la tierra. Los que tengan la tentación de bajarse de la bici y subirse a la moto para poner tierra por medio, que recuerden el destino de “The Flying Merkel” por muy buenos que fueran sus amortiguadores.

* “The Flying Merkel” http://www.knucklebusterinc.com/features/2008/11/06/the-flying-merkel/



lunes, 28 de noviembre de 2011

La columna fantástica o Simón de La Moncloa


Joaquín Mª Aguirre (UCM)
La posibilidad de vivir en el interior de una fantasía propia en la que los demás representan los papeles que nosotros les asignamos es un entretenimiento vital peligroso. La forma de sobrevivir a esta forma de fantasía es hacerla realidad: convertirse en artista, liberarla mediante la creación de personajes y tramas que nos obedezcan totalmente. En la vida real, en cambio, solo da lugar a dos tipos de personas, ambos peligrosos, los controladores de las vidas de otros y los que se aíslan de la realidad negándola. Los primeros buscan la forma de controlar el mundo de forma que su fantasía se cumpla y eso exige mucho poder, doblegar muchas voluntades. Son los tiranos que obligan a representar los papeles a los que están a su alrededor, los Calígula de turno. En el otro plano, el personal, son los que se fabrican una burbuja privada, hermética, para que la crueldad del mundo no resquebraje sus delirios placenteros. Ninguno acaba bien. Unos sufren revoluciones; los otros decepciones permanentes, hundiéndose en su propia miseria.
Pero, entre ambos casos extremos, está la necesidad de combinar, de negociar nuestras propias historias con las de los demás, de llegar a un resultado compartido sobre lo que ocurre en el mundo. El filósofo inglés Alasdair MacIntyre escribió en su obra Tras la virtud (1984)*:

He dicho que el agente no es solo un actor, sino también autor. Ahora debo subrayar que lo que el agente es capaz de hacer y decir inteligiblemente como actor está profundamente afectado por el hecho de que nunca somos más (y a veces menos) que coautores de nuestras narraciones. Solo en la fantasía vivimos la historia que nos apetece. En la vida, como pusieron de relieve Aristóteles y Engels, siempre estamos sometidos a ciertas limitaciones. Entramos en un escenario que no hemos diseñado y tomamos parte en una acción que no es de nuestra autoría. Cada uno de nosotros es el personaje principal en su propio drama y tiene un papel subordinado en los dramas de los demás, y cada drama limita a los demás. (263)

El hecho de que debamos negociar con la realidad, es decir, con la opinión de los demás nuestras propias historias es innegable, bajo de riesgo de convertirnos en Simón del desierto, en eremitas perdidos en algún confín de la tierra, en lo alto de una columna aislados del suelo. Los llamados de la realidad para imponerse son bastante más sugerentes que las tentaciones del diablo disfrazado de mujer que tentaba a Simón. Podemos, es cierto, ignorarlos, resistirnos en un ejercicio de concentración sublime. Como el niño que cierra con fuerza los ojos, podemos repetirle a la realidad “¡vete, vete, vete!”. Pero ella, tozuda, decide quedarse, y sigue ahí cuando los abrimos.
Durante años, el dibujante Peridis representó el “poder” como una columna en la que se situaban los personajes políticos. La columna representaba el aislamiento del gobernante en las alturas. El famoso “síndrome de La Moncloa”, la desconexión de la realidad y el autismo político de los presidentes que acababan convertidos en seres aislados, es uno de esos efectos.
La reunión que ha celebrado el PSOE tras las elecciones realizadas hace apenas una semana y las conclusiones a las que han llegado representan algo más que un ejercicio de negación de la realidad. Son tan esperpénticas que hasta el diario El País se ha llevado —por segunda vez— las manos al editorial, esta vez, con el significativo título de “¿Nadie es responsable?”. Señala el diario en el editorial:

La gestión y la forma de gobernar del presidente José Luis Rodríguez Zapatero ha colocado al Partido Socialista al borde de la catástrofe. Pero si la respuesta por la que se inclinan sus dirigentes es la fantasía autoexculpatoria escenificada ayer, entonces la catástrofe será completa.** 

A la distancia que la política española ha estado manteniendo respecto a la realidad, se suma ahora una fantasía nueva, la de la permanencia simbólica en el poder mediante la repetición de los discursos oficialistas invertidos. El descubrimiento de que hacer oposición es realizar oficialismo negativo será la única gran aportación del todavía ocupante de La Moncloa —de presidente hace tiempo que no ejerce— a la Teoría Política. Hemos pasado de negar la crisis a echarle toda la culpa. La vehemencia es la misma. Mientras sigan considerando que el oficio del político es buscar formas de evadirse y evadirnos de la realidad, estamos todos apañados. Nadie les pide que se flagelen en público, pero que no falten al respeto.
Al síndrome del aislamiento propio, se le añade ahora esta invitación a sumarnos a la fantasía —casi un happening— por parte de un presidente que no vuelve a la realidad ni a base de bofetadas electorales. Como partido que ha pasado ocho años en el poder, se esperaba algo más de él. De seguir cultivando las mismas mañas y manierismos políticos, sin contar ya con el soporte y atractivo del poder municipal, autonómico y nacional más que en dosis mínimas, corre el riesgo de ser devorado por sus propias fantasías, es decir, de estar los próximos cuatro años hablando de lo bien que lo hicieron. Se ha acusado a Mariano Rajoy de no decir qué pensaba hacer. La acusación para la bicefalia socialista es la contraria: se han mantenido un discurso de oposición el candidato y se han mantenido extrañas fantasías por parte del habitante de Moncloa.
Los políticos españoles siguen sin entender el mensaje social que les llega a través de sus propios votos. La renovación de la clase política no es la de la derecha o la de la izquierda, es la de ambas, partiendo del propio concepto de “clase” o “casta” que debe cambiar abriéndose a la sociedad. La política tiene que dejar de ser el arte de la negación de la realidad o del silencio interesado para convertirse en el arte de escuchar y actuar desde lo escuchado. Hace falta más diálogo social, más fuentes que afloren de la vida ciudadana, de lo cotidiano para que el político conviva con la realidad y no solo con otros fantasiosos.
“Solo en la fantasía vivimos la historia que nos apetece”, nos dice MacIntyre. Los políticos no pueden, por responsabilidad elemental, vivir fantasías ni —mucho menos—arrastrarnos a ellas. Cuando un político se equivoca, significa que ha arrastrado en su error a todo un país. Por eso la exigencia de responsabilidad tiene, al menos, que partir del reconocimiento de que algo no se ha hecho bien. O que no digan nada. El argumento de que las cosas se hacen bien, pero se comunican mal —el segundo más utilizado— es todavía peor. Llaman idiotas a los que no les entienden. ¡Como si fuera fácil!

* Alasdair MacIntyre (2004 2ª). Tras la virtud. Crítica, Barcelona.
** Editorial. “¿Nadie es responsable?” El País 27/11/2011. http://www.elpais.com/articulo/opinion/Nadie/responsable/elpepiopi/20111127elpepiopi_2/Tes



domingo, 27 de noviembre de 2011

Un libro: Breve historia de la euforia financiera, de John Kenneth Galbraith


Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Leer de nuevo a John Kenneth Galbraith es un recordatorio de lo que el tópico califica como “de triste actualidad”. Es sorprendente que en este librito, de no llega a 150 páginas, se esconda en dos principios, la base de la desgracia económica en la que nos vemos reunidos. Galbraith es un caballero y prefiere no abusar de llamarlo demasiado por su nombre: estupidez. Hay variantes en la calificación, pero todas van a lo mismo. No aprendemos nunca.
La estupidez histórica (o la personal) tiene sus propias pautas y la pauta es lo contrario del azar. La mayor parte de las cosas malas ocurren más por estupidez que por azar. Puede que no podamos prever dónde caerá un rayo, pero sí dónde poner un pararrayos. La estupidez consiste en ahorrarse el pararrayos o en ponerlo en un lugar absurdo. La estupidez consiste en convencerse de que es una estupidez tener un pararrayos.
Cuando se lee esta historia de la euforia financiera se comprenden ciertas pautas. No son las de la Historia, que la escribimos nosotros, sino —como señalábamos— la constancia del error por la incapacidad de exorcizar nuestros malos hábitos, instintos o como quieran ustedes llamar a nuestra tendencia a pensar que el mundo debe ceder siempre a nuestros deseos y no al contrario.

La historia de la “euforia financiera” es la de las “burbujas”, desde sus orígenes hasta anteayer, dado que el libro está escrito a finales de los ochenta y principios de los noventa, dando cuenta de la burbuja de entonces. En cuanto a burbujas, es preocupante señalar, que en esta apenas hemos innovado nada en materia de estupidez, algo que es verdaderamente preocupante, porque una de las bases de su repetición es, precisamente, su capacidad para camuflarse de sensatez y de normalidad. Esta vez no ha ocurrido así y ya no tenemos excusas con las que camuflar nuestras innegables codicia e impericia en la gestión de los desastres que generamos.
El lío financiero y productivo, con todos los palos de la economía en danza, en el que estamos metidos casi todos, nos demuestra que finalmente se ha globalizado la estupidez. Quizá sea más correcto, desde el punto de vista explicativo, decir que lo que ha ocurrido para que este desastre se diera es la conversión de la ceguera en doctrina oficial, en pensamiento único. Si se tiene alguna duda respecto a esto, puede leerse la siguiente cita del texto:

En Estados Unidos durante los años ochenta el gobierno incurrió en grandes déficit en dos capítulos nacionales críticos: el presupuesto federal y, relacionado con ello, la balanza de pagos. A corto plazo, los resultados son muy satisfactorios: mayores ingresos personales; menores impuestos en comparación con otros países industriales; una grata abundancia de productos de consumo extranjeros relativamente baratos; automóviles, televisores, otros artículos electrónicos, productos textiles y mucho más. Todo se paga con cargo a una deuda exterior acumulativa. Estados Unidos, el mayor acreedor mundial en decenios anteriores, se ha convertido ahora en el mayor deudor del mundo.
Quienes, y eran muchos, elevaron sus voces contra este curso de los acontecimientos no fueron del todo ignorados. Advirtieron la creciente participación del presupuesto en el pago de intereses y el apoyo de una clase opulenta, pero económicamente inactiva. Resultó también evidente que al financiar el gobierno sus actividades, el dinero se puso al servicio de la Bolsa y de la especulación inmobiliaria (especialmente ésta) y, en menor escala, incluso se orientó hacia las obras de arte, y el dinero fácil alimentó una temeraria fiebre de fusiones, adquisiciones y absorciones primadas en el mundo de las finanzas corporativas. Sirvió también para comprar los hoy tan célebres bonos basura (136)

Como puede comprobarse, la repetición multiplicada del mismo desastre con veinte años de diferencia, exactamente el tiempo calculado por Galbraith para que una nueva generación de olvidadizos tome el relevo. Eso sí: con un alcance realmente mayor debido a las herramientas de que se dispone para expandir el desastre. Igual que ocurre con las bombas, ponemos toda nuestra pericia técnica e ingenio en labrar nuestra destrucción aumentando su potencia.
Para Galbraith, como para Keynes y todos aquellos que creen que la Economía solo le pone números al comportamiento humano, es decir, depende de la psique, individual y colectiva, la euforia es un proceso psicológico que debe ser explicado desde nuestra imparable tendencia al autoengaño y a la codicia. La base de las “burbujas”, señala Galbraith en varias ocasiones, está en una secuencia, en una pauta sencilla:

Las circunstancias que inducen a los episodios recurrentes de demencia financiera no han cambiado de ninguna manera realmente operativa desde la tulipamanía de 1636-1637. Individuos e instituciones son cautivados por la satisfacción maravillosa de acrecentar la riqueza. La ilusión asociada a la anterior y que consiste en atribuirse perspicacia, se ve alentada por las varias veces señalada impresión pública de que la inteligencia, propia y ajena, corre pareja con la posesión de dinero. De esta creencia así infundida deriva la acción: acumulación de valores inmobiliarios y mobiliarios o, en fechas recientes, de obras de arte. El movimiento alcista confirma el sentimiento de agudeza personal y de grupo. Y así hasta el momento de la decepción masiva y el hundimiento. Este último, como ya ha quedado suficientemente claro, nunca se presenta de manera paulatina. Va siempre acompañado de un desesperado esfuerzo por escapar, infructuoso en la mayoría de los casos. (128)

Desde la primera gran burbuja, desde la euforia por los tulipanes, por los que se llegaron a pagar cifras astronómicas para la época, el siglo XVII, las características han sido las mismas. La creencia en que se pueden mantener tendencias al alza eternamente arrastra a invertir en algún bien. La euforia se desata por la posibilidad de ser “inmensamente rico”, de poder sumarse al selecto club de los que más tienen. Habría que añadir al mecanismo psíquico descrito por Galbraith otro más: el de no sentirse “inmensamente tonto”, complementario del primero y con el que a veces se confunde. Cualquiera que haya asistido a algún momento de persuasión comercial, sabe que lo primero que debe conocer un buen vendedor es si está ante una persona que responde al estímulo de la riqueza, un ambicioso, o al temor de quedarse descolgado y ser tomado por tonto. Aunque el resultado sea el mismo, la venta, el principio difiere, si bien, una vez perdido el miedo a quedarse  atrás el tonto pueda avanzar espectacularmente en su ambición.
El hecho de que las burbujas modernas comenzaran con flores —los tulipanes en Holanda— puede tomarse como un interesante simbolismo de cómo cualquier cosa puede transformarse en motivo de euforia. Entre las flores y las propiedades inmobiliarias o las Punto-Com no hay diferencias básicas. Cualquier producto puede hacerse llegar más allá del límite de lo razonable. Más dura será la caída cuanto más alto haya sido el salto especulativo.

Euforia y caída de los tulipanes
Codicia y emulación son los dos mecanismos principales. Mediante el primero no tenemos límites en nuestros deseos, Convertidos en auténticos maníacos, nos cegamos pensando que el ascenso no va a tener freno, pero todo lo tiene. Galbraith se sorprende de cómo puede estar la gente tan ciega ante un principio sencillo: en algún momento tiene que bajar. La codicia ciega, evidentemente.

La emulación es el mecanismo que justifica el arrastre necesario para que se produzca la euforia. La creencia en que los ricos son más inteligentes y que son un referente de las acciones hace que se les siga en sus operaciones. Es esta segunda tendencia la que en realidad desata la euforia, la reacción colectiva. Euforia y pánico son los dos movimientos colectivos que provocan el ascenso y el descenso vertiginoso. El deseo de hacerse rico y el deseo de no perderlo todo son formas de precipitar los desastres, ya que uno y otros están vinculados. La admiración por los ricos, su exhibición mediática, su protagonismo permanente, han sido muestras del mal gusto y de la promoción de personajes sobre los que es mejor no saber cómo hacían sus fortunas. Aunque no hacía falta preguntar: te lo contaban. Los ricos con sus lujosas casas y yates rivalizaban en la ostentación en las portadas o los reportajes de los periódicos y revistas. ¿Para qué, si no, ser rico?
El desastre de la euforia financiera se produce cuando las personas cambian lo que poseen  a cambio del objeto de euforia o, lo que es peor, hipotecan su futuro por tulipanes, o acciones de cualquier fantasía que estalla al poco tiempo dejándoles sin nada o cargados de deudas para el resto de sus vidas.
Tengo la sospecha que las burbujas que Galbraith no llegó a ver, las de los noventa y la nueva década del siglo, si hubo quien supo lo que tenía que hacer, que ya no son movimientos espontáneos, sino inducidos para hacer aflorar las bolsas de ahorro. De la misma forma que el consumismo se enfrenta al ahorro, las burbujas financieras requieren que aflore el capital ahorrado para que el dinero se pierda por el camino, como ha ocurrido con las Punto-Com o la crisis financiera a través de los derivados, en la que es innegable la maniobra y en lo que coinciden todos los analista. La poca presencia de responsables en las cárceles es el mejor indicador de lo cuidado del asunto, de su meticulosa preparación. también de la indefensión en la que estamos.


Señala Galbraith que los desastres de las burbujas se olvidan pronto y que eso hace posible la repetición. Solo de la crisis brutal del 29, nos dice, se guardo memoria y histórica y defensas institucionales, de los estados para tratar de evitar un nuevo desastre. Por eso la llegada del neoliberalismo de la época de Reagan y Thatcher, cuyos efectos estamos viendo, supuso el desmantelamiento de casi todas las barreras defensivas existentes para evitar que se produjeran especulaciones del mismo calibre. ¿Los efectos? Los estamos viendo. Es ya frecuente que se califique nuestra actual situación como la crisis más grave desde la del 29.
Una característica importante señalada por Galbraith es la de los mecanismos exculpatorios, el equivalente a borrar las huellas del lugar del crimen:

De la secuencia claramente establecida de boom y estallido en el siglo pasado provino, en los últimos años, otro empeño de cubrir el episodio de euforia. En efecto la comprensión de aquella secuencia iba a normalizar el episodio: se dijo que el boom y el estallido eran predecibles manifestaciones del ciclo de los negocios. Podía haber manía, como afirmó Joseph Schumpeter, pero la manía era un detalle en un proceso más amplio, y el papel benéfico de la siguiente contracción y depresión había de restaurar la salud normal y expulsar el veneno del sistema, como algunos otros eruditos puntualizaron. Ahora se aceptaban rutinariamente en los cursos universitarios sobre ciclos de los negocios, la alternancia entre expectativas elevadas hasta la extravagancia y momentos bajos. (89)

Los crímenes se disuelven como formas naturales asumidas por las teorías y lo que es responsabilidad de la acción humana se camufla gracias a las maniobras teóricas que reparten el estiércol a lo largo del campo hasta que se produzca el siguiente episodio de euforia, hasta que sea posible de nuevo recalentar la situación que se dinero aflore en las direcciones adecuadas. De esta manera se le han podido echar la culpas a huracanes en Florida o realizar —como nos cuenta Galbraith que hizo el banquero J.P. Morgan en 1907— un llamamiento a que los clérigos de Nueva York incluyeran en sus sermones dominicales recomendaciones de confianza y ánimo.
El problema es cuando, como en nuestro caso, se comienza con una crisis inmobiliaria, con el endeudamiento de particulares) y esa deuda va subiendo por la escala hasta llegar a los propios estados en un mundo globalizado de economías interconectadas. Los bonos basura, de los que ya hablaba Galbraith en la anterior burbuja, la de los ochenta, también comenzaron con créditos hipotecarios basura. El endeudamiento surge cuando no tenemos bastante para conseguir lo que queremos. Y queremos lo que nos meten por los ojos, sin límites, pensando que nunca habrá que devolverlo, que aquello en lo que hemos depositado nuestras esperanzas y dinero tomado prestado —una casa, un tulipán— cubrirá nuestras deudas. Y te animan a ello, vaya si te animan. Nunca piden moderación.
Señala John Kenneth Galbraith:

La segunda razón de que el ánimo y la manía de especulación estén exentos de condena es teológica. En las actitudes y la doctrina aceptadas de la libre empresa, el mercado es un reflejo neutro y preciso de las influencias externas. Se considera que no está sujeto a una dinámica de error que le es propia. En esto consiste la fe clásica. Así pues, existe una necesidad de encontrar alguna causa del hundimiento, pero alejada, o sea externa al mercado en sí. O bien sucede que algún abuso del mercado ha inhibido su normal rendimiento.
[…] En nuestra cultura, los mercados son un tótem, y no se les puede atribuir tendencia o fallo aberrante de suyo. (46)

Quizá esté en esta última idea de Galbraith la respuesta a situaciones actuales. En algunas ocasiones hemos hablado de “soluciones homeopáticas”. Habrá que tener mucho cuidado, no sea que por ese respeto teológico se diagnostique mal la enfermedad y se apliquen remedios que lejos de sanar, coloquen al paciente en una situación peor de la que entró.
Como siempre, es una delicia leer a John Kenneth Galbraith, un gran economista al que, probablemente, un innato sentido de la controversia le llevó a ir en la dirección contraria a la que el barco tomaba rumbo al abismo que todo lo traga, el de la estupidez y el dogmatismo. Parece evidente que, como saben los médicos, lo primero es lavar la herida, eliminar los riesgos de infección que amenazan con quedarse dentro de la herida mal curada.
Si creemos a Galbraith —y tiene la historia a su favor— no aprenderemos nunca y los jóvenes economistas y financieros dedicarán parte de su tiempo a investigar y desarrollar nuevas formas de crear productos capaces de embelesarnos, de sorbernos el seso hasta convencernos de que no existe otra cosa más valiosa que lo que nos ponen delante. Esta usted advertido.

John Kenneth Galbraith (1991, 2011). Breve historia de la euforia financiera. Ariel, Barcelona.152 pp. ISBN: 978-98-344-6952-5.


La distancia (el hombre del paraguas)


Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Existe una distancia para ver las cosas y otra para comprenderlas. En un animal eminentemente visual e interpretativo como es el ser humano, las distancias visuales son importantes porque toda visión implica también una hipótesis sobre lo que se ve. Nos retiramos para poder encontrar la distancia precisa con la que ver un cuadro, más allá del detalle. De cerca podemos tener más precisión, pero puede que perdamos capacidad interpretativa.
Esa es la tesis que nos presenta The New York Times en uno sus interesantes microprogramas de vídeo, titulado “The Umbrella Man”*. El título hace referencia a la extrañeza que provoca el detalle. Nos dice su presentador, Errol Morris, que lo que nos parece normal en una distancia “natural”, con nuestra precisión ocular característica, se vuelve extraño cuando lo observamos con un microscopio. No es una cuestión exclusivamente visual la que plantea, sino lo que podríamos llamar la génesis de la extrañeza.
Los vídeos y fotografías tomados en los últimos momentos de la vida de John F. Kennedy nos muestran que, justo en el punto del recorrido en el que fue asesinado el Presidente, había un hombre con un paraguas abierto. Esto no habría causado extrañeza si ese día hubiera llovido en la ciudad de Dallas y otras personas de las que contemplaban el paso de la comitiva presidencial hubieran tenido sus paraguas abiertos.  Pero no fue así. Aquel fue un espléndido día de sol en la población tejana. Y el disparo se produjo exactamente al paso del coche del presidente frente al hombre del paraguas. Inquietante, ¿no? Se ha especulado mucho sobre ello. Se ha llegado a afirmar que se trataba de un arma sofisticada, un paraguas rifle o un paraguas cerbatana capaz de acabar con el presidente a su paso.

La aparición del hombre del paraguas pasados los años y dando explicaciones sobre qué hacía allí con un paraguas abierto en un día de sol con 18ºC no ha parado las especulaciones. Una vez que la maquinaria del recelo se pone en marcha es difícil, por no decir imposible, de parar. Ni la declaración jurada del interviniente servirá de nada.
 Cuando los seres humanos elaboramos una teoría, esta va apoderándose de lentamente de nosotros. El hombre del paraguas deja de ser el que llevaba el paraguas y pasa a ser el que lleva una teoría. El gran novelista norteamericano Sherwood Anderson en su obra Winesburg, Ohio, sostenía que los hombres se apoderaban de las verdades del mundo y las acaban transformando en deformaciones grotescas, convirtiéndose ellos mismos en seres grotescos poseídos por las ideas. Debería volver Quevedo y reescribir su soneto: “Érase un hombre a una teoría pegado”. La teoría, por supuesto, seguiría siendo, como la nariz,  “superlativa”.

La retirada del oro venezolano, por parte de Hugo Chávez, de los bancos de los países que no le caen simpáticos ha desatado todo tipo de teorías sobre el asunto. No debe ser para menos. Como han señalado algunos analistas: más importante que saber por qué lo hace es saber por qué “cree” él que lo hace. La paranoia teórica especulativa asciende y es contagiosa. Podemos intentar pensar qué efectos tiene llevar el oro a Rusia, China y Brasil. Pero no es lo mismo que tratar de meterse en su cabeza y pensar qué teorías e interpretaciones le llevan a hacerlo. Efectivamente, suele ser más importante preguntarse por qué cree la gente algunas cosas que las creencias en sí mismas. Umberto Eco se sorprendió al ver algunas teorías que especulaban sobre el sentido de diversos contenidos de su novela “El nombre de la rosa”. Señaló que se daba una especie de curva en la que las opiniones compartidas por la mayoría estaban en el centro, como en una curva “normal”, mientras que las aberrantes se situaban en los extremos, compartidas por los paranoicos que tejen las más extravagantes. Como crítico literario y semiótico, a Eco le interesaban las extravagancias. Pero puede ser agotador en otros terrenos.


Una teoría absurda puede dar sentido a tu vida. Los que han estado investigando durante décadas al “hombre del paraguas” y han establecido nuevas y más extravagantes teorías han llenado su vida y han arrastrado a otros. La han poblado, día a día, de cálculos y mediciones a la busca de la evidencia que deje a la humanidad pasmada ante tanta dedicación y sabiduría frente a lo acomodaticio de los demás, que dan por buena cualquier teoría. Cuando una sola teoría absurda resulta ser cierta —como por ejemplo que la Tierra es redonda—, las demás teorías absurdas se revitalizan y tratan de buscar la prueba que confirme la suya. Lo que ocurre es que hay cosas más complicadas que montarse en un barco y darle la vuelta al planeta.
Con todo, la evolución cultural, como en la vida, se basa en el error. Necesitamos personas obcecadas y teorías que cuestionen las verdades oficiales porque solo con estos cuestionamientos se suele avanzar. Para que llamen a alguien pionero, han tenido que llamarle loco durante mucho tiempo. Aunque siempre hay límites en la extravagancia, el papel de las teorías absurdas no suele ser el de triunfar, sino el de despertar la inquietud de personas que puedan diferenciar entre dos teorías extravagantes la que tiene alguna probabilidad de éxito. Las personas creativas son las capaces de convertir el absurdo en utilidad. Los que somos capaces de hacer cosas útiles con teorías útiles somos la mayoría y tiene poco mérito. Por eso, el reconocimiento es para los que sufren el ostracismo antes de que coloquen sus retratos en los lugares destinados a los más ilustres.

Hay personas poseídas por teorías, sus verdades, que les distancian de la vida y de los demás. Comienzan a clasificar el mundo en aquellos que concuerdan con sus teorías y aquellos que las rechazan. En sus mentes no entra la posibilidad de estar equivocados y pueden hacer cosas terribles en su nombre. Hay una distancia para ver un cuadro como hay una distancia buena para no dejarse poseer por la teoría, sobre todo si te arranca tu humanidad y puede causar dolor a otros. Por eso la intransigencia de las teorías, su dogmatismo, y de las personas, su violencia, suele ser indicador de la pérdida del sentido.
Mientras, en muchos lugares del planeta, un número relativamente pequeño de personas padecen dolores de espalda por pasar demasiado tiempo encorvados sobre fotografías en las que aparece un hombre con un paraguas en un día soleado en la ciudad de Dallas. Y, sorprendentemente, junto a él hay un hombre que levanta un brazo. ¿Un brazo?

* "The Umbrella Man" The New York Times http://video.nytimes.com/video/2011/11/21/opinion/100000001183275/the-umbrella-man.html


sábado, 26 de noviembre de 2011

Epifanía en la Plaza de Tahrir


Joaquín Mª Aguirre (UCM)
No van a una fiesta. Su fin de semana es ir a jugarse la vida a Tahrir. Son jóvenes y va a meterse en una plaza convertida en un infierno. Muchas, me dicen, tienen que hacer el gran sacrificio de no decir a sus familias dónde por temor a que se lo impidan. Pero las energías y entusiasmo que se generan entre ellas, lo que cuentan las que regresan, hace que algunas venzan la tentación y se dirijan a la plaza. A otras, las que han preguntado a sus familias y no quieren que se arriesguen, les recomiendo que escriban, que den forma a lo que sienten y piensan. Es una forma de sentir que contribuyen a los acontecimientos, de canalizar la ansiedad producida por lo que están viviendo sin poder participar. Hablas con ellos de madrugada, incapaces de dormir, o desde la misma plaza desde la que te mandan mensajes, en la tensa espera de lo que pueda ocurrir en cualquier momento.
De todos los mensajes que hemos cruzado estos días quiero reproducir uno que me ha conmovido especialmente. Lo quiero reproducir —sé que me disculpará la indiscreción— tal cual, con su propia expresión, tal como me llegó porque creo que es un documento valioso que abrirá los ojos a muchos más allá de lo que yo pueda explicar:

Bien, gracias. Hay muchas cosas que he visto y esto me hace estar un poco confusa. Veo gente que muere ante mis ojos y a otros que pierden uno de sus ojos o los dos. Lo que quiero decir es que entro en la plaza con 23 años y salgo con 1000 años, de verdad. La gente tiene heridas y quieren cumplir. Toda la gente tienen conciencia de sus derechos e insisten sobre lo que quieren, pero me duele ver jóvenes que mueren por la gente, por egipcios que no entienden nada, y todo lo que entiende es que estos jóvenes son traidores y trabajan con Israel. Y no entienden que estos jóvenes quieren mejorar nuestro país y sacrifican todo por ello. Sabe usted que mucha gente vienen sin decirlo a sus familias y yo una de ellos. Mi familia cree que fui al trabajo y fui allí directamente. Me tomé vacación del trabajo y fui e iré todos los días hasta realizar lo que queremos. Hay gente que muere y nos decimos ante el muerto que tenemos que cumplir con lo que hacen, ¿me entiende? La idea no es solamente "derechos", es por alguien que muere. Uno que es muy pobre me dijo cuando le ayudé en el hospital de la plaza que él no es importante, que yo soy más importante porque tengo enseñanza universitaria y él no. Y él quiere que el nuevo Egipto se haga con nosotros, que somos de universidad y que no sea de iletrados. De verdad es un pueblo muy bonito y es un gran honor el ser uno de ellos. Luchan, no quieren ser gobernadores; solamente quieren un Egipto mejor, ¿me entiende?


Creo que no se puede expresar mejor el drama egipcio que a través de estas palabras. Nada hay más elocuente que el hecho que nos narra del hombre pobre, herido, atendido en un hospital improvisado y diciéndole a ella, a la persona que le está cuidando, que son ellos los universitarios los importantes porque son el futuro de Egipto. Son las dos caras de la dignidad del país unidas en un acto de sufrimiento, de resistencia. La infamia de acusarles de ser agentes de Israel o de cualquier otro sitio, es solo una injusticia más que sabrán olvidar con generosidad cuando se hable de ellos en el futuro próximo. Los egipcios rindieron homenaje a los primeros mártires de la revolución. He visto en las paredes de la Universidad de El Cairo fotocopias con recuerdos de los que se fueron y las firmas de los que les rinden homenaje. No lo buscan, pero lo tendrán.

La unidad de los pueblos, los sentimientos que podrán compartir en el futuro, lo que todos recordarán mañana, se forjan de maneras complejas. Se producen extraños giros del destino y los héroes con nombre ocultan a los cientos de personas anónimas que sufren el olvido. Pero eso no importa. Dos personas, entre otras muchas, en el Tahrir, una cuidando de otra; la universitaria que pide vacaciones en el trabajo, que no dice a la familia dónde está; ese hombre herido que no lucha por salir de su miseria sino para que gente como ella se haga cargo de un país que sea más digno, justo y feliz en un futuro aunque él no llegue a verlo.
Es una auténtica epifanía, una revelación del sentido profundo de los acontecimientos en un instante. Cuando ella o los que son como ella lleguen a tener en sus manos el destino de Egipto, no podrán olvidar a ese hombre que no luchaba por su futuro sino por el de ellos para que no hubiera que volver allí de nuevo pasado un tiempo. Él les seguirá mirando en el tiempo. No tendrá una medalla, pero tendrá el recuerdo de los que le escucharon y de los que lean esto.

Entran en la Plaza con 23 o con mucho menos y sienten que salen con 1.000 años. Es la experiencia que acumulan para construir un Egipto que les necesita. Han visto más en unas horas en esa plaza, en cualquier calle de El Cairo, de Alejandría, de Ismailía, en las que se dice “¡basta!”, que todos aquellos que durante décadas han querido estar ciegos mirando hacia otro lado y no han querido ver la ruina en la que estaban dejando a su propio país mediante el robo, la represión y la tortura. Cada nuevo acto de injusticia hace que se sumen más jóvenes a la protesta, cada vez dejan más en evidencia el intento de secuestrar la revolución del pueblo egipcio por parte de los que se han cargado de medallas mientras cargaban a su pueblo de miseria e injusticia.
Temo por ellos y estoy orgulloso de ellos, de haber compartido sus aulas y su amistad. Sé que al final nos encontraremos de nuevo en la puerta de la facultad, en esa otra plaza en la que podrían estar en alegre charla, en la de la universidad. Pero han elegido otro camino y eso les honra. 


Replay (o esta película ya la he visto)

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Me dicen que en la Plaza de Tahrir esperan que de un momento a otro regresen los camellos. Ya saben: cuando en los inicios de la revolución egipcia estaban apiñados y resistiendo en la Plaza de Tahrir, un grupo de camellos y burros montados por sus respectivos animales de dos patas, látigos y fustas en manos, se lanzaron contra los manifestantes que utilizaron las únicas razones que con tales animales se podían usar, la pedrada. Los animales y sus monturas, tras varias pasadas, se perdieron de vista. El episodio pasó a ser denominado la “batalla del camello”.
Los irritados residentes en la Plaza de Tahrir, con el sentido del humor que caracteriza a los egipcios que lo tienen, piensan que —al poner a cero el marcador de la revolución— ahora toca de nuevo la batalla del camello o de cualquier otro animal al que no sea necesario preguntarle si quiere ir a la plaza o no.
En efecto, la revolución ha llegado al punto de partida dentro de la estrategia de dar suficiente cuerda al pez y luego ir recogiendo. Los militares egipcios han permitido que el sedal corriera lo suficiente como para que el pez no se soltara del anzuelo. Lo que han logrado con ello es precisamente dejar al pescador en evidencia y a los demás también, como explicábamos ayer en el artículo y hoy confirman la idea algunos medios de allí y de aquí. No solo ha quedado en evidencia el Ejército en su intención de no dejar el poder, sino que además ha conseguido enganchar en el otro anzuelo a los Hermanos, cuya estrategia se acabará volviendo contra ellos porque, en su cálculo estratégico, han cometido el error de pensar que van a controlar a los militares en el momento en que se produzcan unas elecciones y las ganen.

Nos encontramos con dos zorros, de distintos colores, pero zorros al fin y al cabo. Cada uno de ellos intenta ganar y no perder. Sin embargo, por el simple hecho de aliarse, ambos han perdido. La estrategia de los Hermanos queda en evidencia: avanzar en el terreno que los militares les dejan libre y sacar ventaja a sus auténtico rivales, los grupos laicos o "seculares". Cuando les interese —si les interesa—, sacarán al pueblo (a “su” pueblo, a la calle), como han hecho ayer, en una contramanifestación paralela a la de Tahrir.
Que los Hermanos Musulmanes salgan a defender los manejos militares y jaleen la llegada de un ex primer ministro de Mubarak, nombrado por la cúpula militar (¿qué ha cambiado?), es volver a las horas previas a la caída de Mubarak, con un nuevo “Suleimán” en liza. Es un "replay".
Pero las maniobras de la SCAF ya no convencen a nadie, ni siquiera a los Hermanos, que actúan a sabiendas de lo que hacen. Lo que ganen a corto plazo lo perderán a medio y largo. Con el movimiento que han realizado han quedado invalidados para muchas otras cosas y quedarán, cuando se produzcan acontecimientos, vinculados a sus consecuencias. La estrategia de la astucia, que siempre han empleado, tienen un límite: cuando hay que jugar a cara descubierta. Tuvieron la opción democrática delante, demostrar al mundo que era posible. Sin embargo, han hecho lo contrario dilapidando el terreno que pudieran haber ganado presentándose como opción moderada y compatible con la democracia. Han demostrado que no, al menos los que están en su cúpula, la vieja generación. Por eso es muy importante observar los movimientos de escisión que este tipo acciones suele provocar. Se les plantaron los jóvenes y es probable que este movimiento vaya a más cuando se les pida apoyar más despropósitos y haya fractura civil importante. ¡Paradoja esta de compartir mesa con tus recientes carceleros!
Los partidos islámicos tendrán que demostrar a sus propios pueblos —no a Occidente— que son compatibles con la democracia, la libertad y el progreso que ellos demandan para salir de esa mezcla de medievalismo melancólico bajo el que se disfrazan ante la falta de alternativas para convivir con fórmulas políticas alejadas del autoritarismo que practican interna y externamente.
Son las nuevas generaciones las que tienen que tratar de avanzar en el aparato conceptual que les permita encontrar su sitio en el mundo, jugar el papel que desean ante la miseria que han provocado en sus pueblos los dictadores, que se relevan unos a otros, y los predicadores de miseria. Son ellos, los jóvenes, los que deben dar el salto y los que desean darlo porque, lejos de las infamias que muchos les adjudican para desacreditarlos —hasta que son extranjeros llegados para hundirles— son personas que aman profundamente a sus países y cuya paciencia ante lo que ven y padecen, ante el espectáculo de ignorancia y corrupción, el fondo sobre el que se ha asentado el poder para controlar, intimidar y manipular durante décadas a la población, manteniendo niveles infames de pobreza y analfabetismo, ha estallado.
Los militares de la SCAF siguen pensando que son ellos los que deben controlar Egipto. Aunque no lo hagan a la luz, quieren seguir haciéndolo en la sombra. La mayoría del pueblo quiere gobiernos civiles, que los militares se retiren a los cuarteles y se alejen de los hilos controladores. Tuvieron su oportunidad de hacerlo. No lo han hecho y ha quedado en evidencia que son otros intereses los que están cubriendo, probablemente la corrupción de la propia cúpula militar, que es la misma que con Mubarak. Se ha desmantelado —¿sacrificado?— a la cúpula política, al menos a una parte, pero la militar, el auténtico pilar del régimen está intacta y con pocas ganas de acabar con los viejos conocidos que les esperan en la cárcel.
Sí, estamos ante una repetición de la revolución y de las causas  que las motivaron: autoritarismo, violencia y manipulación electoral. Se han planteado, como hizo Mubarak, que los egipcios tengan que elegir entre él o el caos, la parálisis económica y la falta de seguridad. Los dictadores suelen ser poco imaginativos a la hora de proponer soluciones a los problemas que ellos mismos crean.