viernes, 21 de octubre de 2011

Celebraciones

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
La última comensal que faltaba por sumarse a nuestra mesa trae la noticia: Gadafi ha muerto. Mientras nos llegan los múltiples y variados  platos egipcios, comentamos su final. Los egipcios no le dan más importancia; es un final buscado a pulso. Un loco menos en el mundo. Solo Chávez, según parece, lamenta la desaparición de su héroe. Él sabrá. Esperemos que la fijación que tiene con el que califica como “mártir” pase de ahí. También a Chávez, como a Gadafi, le gusta que todos le amen. Hay amores que matan, decimos.
Los egipcios discuten sobre lo suyo. Siguen preocupados por las relaciones con los militares y el futuro de su democracia. Los militares les siguen diciendo que ellos no piensan quedarse ahí, en el poder, que se retirarán. No se fían, pero es lo suyo, no fiarse. Hacen bien, porque una larga tradición de engaños así lo aconseja. El papel del ejército los divide: los que no los quieren, los que no se fían, los que los aman. Luego están los que los quieren, pero quieren que se vayan, y los que los quieren y desean que estén ahí, liderando.

Por la mañana, entre clases, me pidieron que acudiera a un caso de urgencia: un mubarakista recalcitrante del que han perdido ya toda esperanza. Entiendo que acudo en calidad de exorcista político, a ver si logro liberar su alma de los diablos dictatoriales que la poseen y torturan. Los terribles espíritus le hacen cantar bondades de las dictaduras y lanzar improperios terribles sobre la incapacidad del pueblo egipcio para gobernarse; necesitan líderes fuertes, porque los pueblos son débiles. Le digo, mientras lanzo gotas de té con hierbabuena sobre él, que son los hombres fuertes los que hacen a los pueblos débiles para poder seguir vendiendo su fortaleza. Él se agita convulso, pero me sigue sonriendo desde su seguridad de habitado por inquilinos diabólicos.
Comienzo el ritual con una larga ristra de argumentos sobre las ventajas de la democracia que dudo que eviten las seguras recaídas. El exorcismo concluye con la frase ritual que se suele repetir como cierre de estas ceremonias: “¡Pobre de la que caiga en tus manos!”. Dado que mis poderes no me autorizan a lanzar augurios sobre su futuro matrimonial (eso son asuntos internos), salgo a mi nuevo encuentro con los que son el futuro, los alumnos, por otro tipo de espíritus mucho más saludables.
Cuando salimos de restaurante, en el recorrido por el caos que son las calles de El Cairo, vemos celebraciones de libios que agitan sus banderas por las calles. Las nuevas banderas de Libia se agitan por la alegría que les produce la desaparición del dictador, cazado en su pueblo natal. Según me entero posteriormente, fue herido en una mano y la balas acabaron en su cabeza. Las versiones oficiales nos piden cada vez más imaginación. A Gadafi le pilló el fuego cruzado, probablemente, al intentar poner paz entre ambos bandos. Todos conocemos sus deseos de paz y de que el conflicto acabase pronto.


Si la conferencia para la Paz en España hubiera dedicado sus esfuerzos a solucionar los de Libia, ¡cuántos problemas se habrían acabado! ¡Eso es eficacia y convencimiento! Pero, ¡qué se le va a hacer!, nosotros los llamamos primero. Gerry se ha felicitado a sí mismo al comprobar asombrado su eficacia. No sabe Gadafi –yo me entero al llegar de madrugada al hotel- que ETA ha decidido abandonar la luchar armada. ¡Mala suerte la de Muamar! ¡Qué triste saber que la banda de encapuchados le ha robado, al menos en España, lo único que valoraba: las primeras páginas y las entradas de los noticiarios! ¡Qué humillación! ¡El gran final arruinado por las toses del espectador acatarrado de la primera fila! Pero el mundo de las dictaduras y el choubisnes son así de duros y de injustos. Te montas un gran final y te lo arruinan unos advenedizos. El Bad Boy nº 1 ninguneado por tres encapuchados.
La escenografía de los etarras sigue su vieja representación, su kabuki ridículo de máscaras anónimas. El momento ha sido elegido con cierta precisión, el momento electoral para tratar de aprovechar sus efectos. Con eso han conseguido que todos traten de robarse el protagonismo. Como no han disuelto el negocio, sino que lo han cerrado por reformas, algunos recelan, pero lo cierto es que, salvo escisiones de radicales dentro de la radicalidad, el anuncio no debería tener marcha atrás. La prudencia siempre debe mantenerse, pero si la banda hace alguna de las suyas, caería en un ridículo autoinducido del que les sería difícil salir. Mucha sangre, mucho dolor, mucha angustia… son sus méritos para participar en el futuro que los demás les acepten. Pienso en sus propios correligionarios o simpatizantes, que tanto los jalearon y que, ahora, pueden tener recelos de con quién han de hacerse las fotos. La capucha nunca ha sido fotogénica.

En el hotel, ya en la noche, contemplo en el canal 24 horas de RTVE los dos clips del día, el patrocinado por los servicios audiovisuales de ETA y el documental de la muerte de Gadafi. Sigo con mi costumbre de no alegrarme de la muerte de nadie, aunque sí de sus consecuencias. De nuevo, me repugna la humillación. Me causa un profunda repulsa ver a los milicianos haciéndose fotos con el móvil acercando su cara a la del dictador caído y arrastrado. Ya he escrito algo sobre esto. Hasta el asesinato, como pedía Thomas de Quincey, debía respetar cierta estética para ocultar la brutalidad del sentimiento primario que esconde. Puede que no podamos reprimir la crueldad de la venganza o el exceso de la justicia, que siempre son de aplicación local, pero para el espectador global solo queda la alternativa de sumarse al espectáculo, arrastrado por las pasiones, o desear que lleguen pronto los anuncios. La misma repulsa me produce leer la portada de The Sun: “That’s for Lockerbie”. Las formas, decían siempre los británicos, son lo más importantes, pero en la época del sensacionalismo, las portadas son el espejo del alma.
Que Gadafi, como Osama Bin Laden, haya desaparecido de la faz de la tierra es una buena noticia, especialmente para los pueblos que decían defender. Ahora tienen toda la responsabilidad de sus manos. El futuro no es bueno ni malo; se trata de que sea tuyo, que aciertes o te equivoques tú.
Me viene al recuerdo el título de un libro teológico que reposaba tumbado en los viejos anaqueles del departamento de español y que repasé mientras esperaba: “Dios no quiere, permite”.


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