miércoles, 4 de mayo de 2011

La cruenta agonía de los dictadores


Joaquín Mª Aguirre (UCM)
¿Qué futuro le espera a un gobierno que bombardea y masacra a su propio pueblo? Las preguntas son aplicables directamente a las situaciones de Libia, Siria y Yemen y a la acallada Bahrein. Y la respuesta es poco futuro por más que haya cada día más sangre derramada, una violencia que les acabará pasando factura. Una vez que se les ha perdido el miedo, sus posibilidades de perpetuarse son cada día más reducidas. A la larga ganan los pueblos.

Las dictaduras dan un paso más allá cuando declaran la guerra contra su propio pueblo cuando piden la libertad que no le han concedido durante décadas. El levantamiento del estado de emergencia en Siria suena a broma macabra cuando se está utilizando tanques y morteros contra las poblaciones. El pacto mojado de Yemen es otra maniobra dilatoria de un presidente acorralado que sigue en sus trece.Gadafi ha dado un paso más haciendo estallar un coche bomba ayer en Bengasi. Todo vale, hasta los métodos del terrorismo.
Los pueblos de esos tres países han tratado de salir del callejón sin salida político y económico al que esos gobiernos les habían llevado. Pidieron reformas y les dieron violencia. Entonces pidieron la caída de sus dictadores. Durante décadas, con ligeras variaciones de grado, la corrupción había anidado a la vista de todos. Solo Libia podía presentar otras cifras económicas, pero ningún aval democrático y el mismo grado de corrupción: la familia Gadafi controlaba el país como la de Ben Ali en Túnez o la de Mubarak en Egipto. Podían ser más o menos generosos en el reparto del pastel, pero la cocina y la receta era la misma, la corrupción como sistema.
La represión, con mayor o menor sutileza, de la dictadura ha dejado su lugar a la guerra abierta o a la matanza de civiles como está ocurriendo en Siria. La guerra emprendida en Libia desborda el concepto de guerra civil y el conflicto de Siria tiene también unas dimensiones distintas. No son guerras civiles en sentido estricto, sino "guerras internas", la misma fuerza que aplicarías al enemigo exterior se le aplica al que exige cambios. Asistimos a una división entre el deseo de poder en su sentido literal, como capacidad de coerción, y el deseo político que se pone del lado de los que buscan su libertad. Al deseo de vida política —libertades, participación, diálogo, diferencias…—, se opone el monolitismo del poder que niega cualquier pretensión del otro. Y utilizan las herramientas del poder, los ejércitos y las policías que están a su servicio. Son las tropas de Gadafi, las que puede comprar en el mercado africano de los mercenarios. En Egipto, el Ejército quiso hacer ver que era el ejército de Egipto y no el de Mubarak. En Siria es el ejército de Al-Assad y no el ejército sirio. Desde el momento en que atacan a su pueblo dejar de ser el ejército del pueblo y pasan a ser un instrumento personal de los dictadores para perpetuarse en el poder. Por eso muchos desertan y se suman a los manifestantes. En Egipto, se han producido ya los primeros intentos de regeneración desde la propia policía, desmarcándose de su uso anterior y proclamando su voluntad de servir a su pueblo y no de reprimirlo.



Muchos dictadores han despreciado la política y han considerado que era innecesaria cuando se tenía el poder. ¿Para qué hacer política, cuando se tiene un poder que desborda cualquier pretensión ajena? Escribía Baruch de Spinoza refiriéndose al Estado que “su fin último no es dominar a los hombres ni sujetarlos por el miedo ni someterlos a otro, sino, por el contrario, librarlos a todos del miedo para que vivan, en cuanto sea posible, con seguridad; esto es, para que conserven al máximo este derecho suyo natural de existir y de obrar sin daño suyo ni ajeno” (410-411)*.
Las acciones emprendidas contra sus propios pueblos deslegitiman a los gobernantes y al Estado mismo que incumple sus funciones propias. Con esta violencia, los dictadores demuestran que no quieren ciudadanos sino súbditos, que sus jefaturas no son más que las direcciones de cárceles nacionales en las que malviven sus pueblos. El levantamiento se convierte en la reivindicación de la ciudadanía y, por extensión, de la vida política frente a su negación por el poder. Pasar de súbdito a ciudadano es la aspiración de los que reclaman su libertad y es lo que deja en evidencia a estos dictadores criminales contra sus pueblos. Su concepto orwelliano del poder no es más que el ejercicio de una voluntad que exige la sumisión personal e institucional. Sus partidos únicos en falsas elecciones no son más que el ejercicio teatral de una hipocresía destinada a justificarse ante los visitantes extranjeros que necesitan una apariencia de democracia para mantener relaciones económicas.
Independientemente del control que puedan conseguir sobre las revueltas, la fisura que han establecido al romperse el miedo y quedar en evidencia que la única fuerza que les mantiene es la de las armas y no el apoyo de esos pueblos, su futuro tiene los días contados. Nadie puede sobrevivir mucho tiempo enfrentado de forma abierta a su propio pueblo, y no hay medias tintas cuando se ha hecho correr la sangre indiscriminadamente como está ocurriendo en Libia, Siria y Yemen.

* SPINOZA, Baruch de ([1670] 1986): Tratado teológico-político. Alianza, Madrid.



No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.