miércoles, 2 de febrero de 2011

Personas, gobiernos y pueblos

Joaquín Mª Aguirre (UCM)

La situación de Egipto, en estos momentos, está dejando en evidencia las precariedades morales sobre las que se edifican nuestras relaciones internacionales. El asunto es importante porque nos encaminamos a una sociedad-aldea, a un mundo de proximidades en la distancia, de una gran complejidad en el que todo esto pasará factura. Por eso es importante que los principios que rigen nuestras actuaciones sean muy claros. Es la luz la que ilumina en la oscuridad y no la oscuridad la que debe apagar la luz.

La astucia de Hosni Mubarak durante estas décadas fue establecer unas relaciones con Occidente en la que vendía su papel de contención de los integrismos y una paz con Israel. Las dos cuestiones son verdad, pero con matices profundos. Ser es un verbo muy engañoso porque impregna de consistencia lo circunstancial. En algún momento del camino Mubarak aprendió que este hecho, que había llevado a cabo su antecesor en el cargo, el asesinado presidente Sadat (asesinado por ser considerado un traidor a la causa árabe), era una manera muy efectiva de regular el interior y el exterior, es decir, le servía para controlar a sus propios ciudadanos y garantizarse la protección y apoyo exterior.

Los apoyos indirectos y las tibiezas que está recibiendo Mubarak son la muestra del funcionamiento de esa extraña política internacional e interior que desarrolló con Occidente. Cuanto más evidente es la distancia entre Mubarak y el pueblo egipcio, más tensa se vuelve la relación de los demás países con el todavía presidente. Sin embargo, el lazo no se termina de romper. Están los que recriminan a los gobiernos occidentales que den la espalda a un “aliado”; están los que, como Israel (lo acaba de señalar Simon Peres), prefieren una dictadura en Egipto si eso les garantiza, como hizo Mubarak, las buenas relaciones con una parte de sus vecinos. Rusia también emite mensajes ambiguos en los que pide que Occidente no presione, y que se deje que sea el pueblo egipcio quien decida. Gadafi sigue mandando abrazos a sus amigos dictadores y Arabia Saudí, que ya ha acogido al dictador tunecino, quiere que Mubarak siga en su puesto, por tener ya su cupo de dictadores cubierto, me imagino. El mensaje más contundente, sorprendentemente (o no), ha sido el del gobierno turco, “islamista” moderado, por boca de su presidente Erdogan que se ha puesto de forma clara al lado del pueblo egipcio y le ha dicho a Mubarak que le pasarán factura por sus actos porque “ningún Gobierno puede sobrevivir contra la voluntad de su pueblo”.

Lo más curioso es el desfase interesado entre la realidad y los discursos de la diplomacia occidental. Todos siguen pidiendo “reformas” al dictador, que es una forma absurda de nadar y guardar la ropa. Pedirle reformas a Mubarak es pedirle que las haga él, es decir, que continúe en su puesto para dirigir un cambio que su pueblo no quiere que lidere. Ese es el sentido de su ilusorio discurso televisivo en el que se ha limitado a repetir los tópicos que Occidente le suministra: que habrá reformas, que haya orden, etc. Y es a esta continuidad a la que se está negando sistemática y radicalmente el pueblo egipcio, completamente escarmentado, que se manifiesta en las calles y contra los que ha dirigido hoy el dictador, privado del ejército, las únicas tropas que le quedan: unos cuantos policías disfrazados de camelleros cabalgando por la Plaza Tahrir. Tremendo error que puede derivar en un baño mayor de sangre; pero Mubarak ya ha advertido que no abandonará Egipto, que morirá allí. Esperemos, por su propio bien, que su destino no sea el de Sadat.

Pero en lo que a nosotros, como occidentales, nos atañe es la exigencia de claridad a nuestros representantes. Parece ser un tópico que las relaciones internacionales no tienen nada que ver con la voluntad popular, sino que es algo demasiado complicado como para dejarlo en manos de la gente. Parece transmitirse el mensaje que apoyar dictaduras es adecuado si se hace por una buena causa (casi siempre la propia). Esta política es todavía más nefasta en el nuevo contexto internacional. Primero porque tiene un efecto perverso por lo que de hipocresía democrática tiene: yo pido libertad y democracia, pero eso es algo exclusivamente mío y para mis pares., la puedo cimentar en el sufrimiento ajeno. Segundo, porque acaba enturbiando a medio y largo plazo las relaciones entre los países, que recelan entre ellos. Seguimos pensando las relaciones internacionales en términos de salón decimonónico. Occidente debería tener claro que Mubarak se había hundido ya el día en que manifestó que continuaría otro mandato. Esa fue la auténtica señal de su debilidad y la de su régimen y así lo entendieron todos los egipcios, que a la primera ocasión se lanzaron a la calle.

Los ciudadanos de países democráticos debemos tener un objetivo esencial: que los demás puedan llegar a serlo y, además, ayudarles a serlo lo antes posible. Los que se sienten atados por la fidelidad a la persona de Mubarak porque fue el aliado de Occidente, están reconociendo implícitamente que mantuvieron a un dictador y que en eso se apoyaba nuestra tranquilidad. Los que se escudan en que apoyan a un gobierno, igualmente están apoyando a los que se mantienen por los fraudes electorales y la represión. Las gentes de buena fe solo pueden estar con los pueblos. Con las personas y con los gobiernos solo hay que estar cuando se ocupan como deben del bienestar de sus propios pueblos. Lo demás son diplomacias.


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